– Sé que Picco no tuvo tiempo para acumular una pensión, pero no podemos abandonar a la viuda a su suerte, ¿no cree? Se lo ruego, manténgase en contacto con ella y busque la manera de… de… -Lo he comprendido perfectamente, señor presidente. La segunda vez que fue a su casa, ya transcurrida una semana desde la muerte de Angelo, la encontró vestida exactamente igual que durante la primera visita. Pero sin la mantilla y con el cabello suelto sobre los hombros. Dos horas cara a cara porque tenían que abordar cuestiones delicadas, y no hubo un gesto, una mirada, un movimiento de Adele que no le alterara la sangre. No es que ella lo hiciera a propósito; cuando lo miraba, no había ningún destello de coquetería en sus ojos. Al contrario, observándolos lo poco que se atrevía, descubrió en ellos esencialmente el reflejo de su recíente y presente dolor. Tanto es así que dos veces durante la conversación derramaron unas pocas lágrimas. El señor presidente podía estar tranquilo: aunque el banco no interviniera, Adele no se quedaría desamparada. Era huérfana, pero sus padres, fallecidos en un accidente aéreo durante un viaje de placer a Honolulú, le habían dejado una modesta herencia. Aquella noche no logró conciliar el sueño, pensando constantemente en ella. ¿Ejercía el mismo efecto en todos los hombres? Lo que más le había llamado la atención, aparte de su belleza, era una especie de mal disimulada ambigüedad. El serio aunque elegante vestido negro no conseguía borrar la sensualidad de su cuerpo. Aquel vestido negro, obligado por las circunstancias, se presentaba como una camisa de fuerza que ella había querido imponerse. En todo momento se mostró reservada, circunspecta, casi distante. Y sin embargo… Tres meses después volvió a verla. Acudió al banco para firmar unos papeles, pues él había conseguido que le concedieran una suma desproporcionada. Superado el período de luto riguroso, ahora vestía un impecable traje de chaqueta gris de mujer de negocios, el equivalente femenino del suyo. Aquella vez fueron a comer juntos. Y hablaron de sus difuntos cónyuges. El le contó que tenía un hijo treintañero que trabajaba en Londres. Ella bajó la mirada. -Yo jamás tendré hijos. -¿Por qué lo dice? ¡Es muy joven! Ya verá como con el tiempo… -Soy como un desierto. Aunque lo rieguen, jamás nacerá en él un oasis. Me lo han dicho los médicos. Entonces él posó una mano en la suya para consolarla. Ella la retiró de golpe mirando alrededor, como si él hubiera actuado con inconveniencia. -Disculpe -murmuró él ruborizándose. -¿Quiere venir a cenar a mi casa la próxima semana? -le preguntó entonces Adele. Y él se presentó con un gran ramo de rosas y el corazón palpitando. Ella lo recibió vestida con unos ajustados pantalones de terciopelo negro y una camisa a rayas blancas y rojas de tipo masculino, remangada. -He cocinado yo. Cualquiera sabe lo que me habrá salido. Resultó una cena exquisita, acompañada por un vino blanco muy fresco y traicionero en su aparente inocuidad. Pasaron todo el rato conversando, deseosos de contarse los hechos más importantes de su vida. Siguieron hablando en el salón, sentados muy juntos en el sofá, bebiendo whisky de malta pura. Con la puerta ya abierta en el momento de despedirse, ella le ofreció una mejilla. El la besó y ya no logró separar los labios de su piel. Entonces Adele lo apartó bruscamente. -Disculpe… Perdóneme, Adele, yo… -Espera. Ella cerró la puerta tras echar un rápido vistazo a las otras dos puertas del rellano, se dio la vuelta y se arrojó a sus brazos con tal ímpetu que él se tambaleó.
No; Luigi se equivocaba. Ya la primera vez que se acostó con Adele supo que sí, que la edad podía tener algo que ver, pero que ni siquiera un veinteañero lograría estar a su altura. Ella hacía el amor con total desinhibición, con ardor arrollador, sin el más mínimo pudor, dispuesta a cualquier cosa, sin experimentar jamás el menor deseo de contenerse. Al final de cada noche, él estaba exhausto, y ella, más fresca que una rosa.