Habían transcurrido tres horas. Seguramente en aquel momento Adele estaba vistiéndose. Fue entonces cuando experimentó el único y verdadero ataque de celos. Conociéndola, el hecho de que se hubiera dejado poseer por otro entraba dentro de lo inevitable. Pero que también le concediera a su amante la posibilidad de presenciar la ceremonia, eso ya era demasiado. Porque el acto de vestirse, al que a él le era dado asistir sólo el domingo por la mañana, era una auténtica ceremonia que empezaba con una larga purificación del cuerpo. Para lavarse, Adele utilizaba dos jabones. Con uno se enjabonaba por completo delante del lavabo. Después se duchaba, procurando que no le quedara en parte alguna del cuerpo el menor rastro de espuma. A continuación, siempre bajo el chorro de la ducha, utilizaba el segundo jabón. Una vez él se había atrevido a decir: -¿Me dejas meterme? -Tenía ganas de enjabonarla toda y por todas partes, por delante y por detrás, de abrazarla estrechamente para sentir que resbalaba contra su cuerpo como una anguila. -¡Ni se te ocurra! Una orden seca y cortante, que no admitía réplica. El había obedecido y se había limitado a mirarla a través del cristal opaco de la mampara, sentado en el borde del jacuzzi que ella raras veces utilizaba. Después Adele salía de la ducha y se secaba mirándose en el espejo que ocupaba toda la puerta. Tras lanzar al suelo la gran toalla, cogía un tarrito de una crema especialmente preparada en la herboristería y se la aplicaba largo rato en los pechos. Él veía cómo durante el masaje se le endurecían y erguían los pezones. Ya desde la primera vez Adele había establecido que él podía asistir al ritual siempre que no participara, ¿cómo decirlo?, emocionalmente. Por eso, para evitar cualquier riesgo, en cuanto ella tiraba la toalla al suelo, él la recogía y se la colocaba sobre las rodillas. Después de los pechos era el turno de brazos y piernas. Antes de proceder a la depilación de las axilas con una maquinilla de afeitar verde, Adele cogía una lupa y se exploraba milímetro a milímetro las extremidades en busca de algún pelo inexistente, pues tenía la piel tan lisa como una bola de billar. Si creía ver alguno, lo extraía con una pequeña pinza. Las ceras, que también tenía, eran totalmente inútiles. Luego se masajeaba largo rato con otra crema personal. Después, sentada en el taburete blanco de plástico, con los pies apoyados en el borde de la bañera, las rodillas dobladas, un espejito en la mano izquierda y en la otra una maquinilla -esta vez rosa-, eliminaba o reducía el vello rubio pelirrojo que circundaba sus partes íntimas. Se aplicaba otra crema en las nalgas y la cara interna de los muslos. Seguían los pies, untados con otro tipo de crema. En las uñas se ponía algo que les confería mucho brillo. A continuación, todavía desnuda, pasaba al gran vestidor contiguo al cuarto de baño. Él la seguía, y tenía derecho a un taburete. Sentada en el puf del tocador, Adele se retocaba un poco las cejas y se aplicaba una leve capa de carmín rosa en los labios. No lo necesitaba en absoluto, pero lo hacía a pesar de todo. El único momento en que él podía participar era cuando ella le tendía el cepillo para el cabello. Entonces, de pie tras su esposa, le cepillaba el pelo media hora. Después regresaba a su sitio. A continuación, ella se volvía de espaldas al espejo del tocador y, sentada, enrollaba la primera media. Luego, inclinada hacia delante, con unos pechos tan turgentes que ni siquiera en aquella posición se movían, introducía la punta del pie en la media y empezaba a desenrollarla despacísimo. Y no menos despacio alzaba la pierna conforme la media subía desde el tobillo hasta la pantorrilla y al muslo. Por fin, con la pierna completamente levantada, como una bailarina, daba el último tirón para que la media se ajustara a la perfección a la tersa piel. Tras haber enfundado la otra pierna, se ponía el sujetador. Acto seguido se levantaba con las bragas en la mano y le daba la espalda para ponérselas. Después abría las puertas del armario y se paseaba por delante, murmurando una cancioncilla con la boca cerrada. Cuando decidía qué ponerse, ya no cambiaba de opinión. Sólo que, curiosamente, los gestos que hacía para vestirse resultaban mucho más provocadores que los de un