En los dos primeros años de matrimonio su carrera se resintió, cometió dos o tres errores que le perdonaron porque no eran nada en comparación con la abundancia de méritos; pero su físico ganó. Cuando se miraba desnudo en el espejo, se veía como renovado: habían desaparecido los michelines de la cintura, y los músculos que empezaban a aflojarse se habían endurecido. ¿La juventud era contagiosa? No; Adele, aparte de la pasión, no estaba regalándole una nueva juventud sino perdonándole unos cuantos años de vejez, eso sí. Por la noche, si dormía cuatro horas, gracias. Varias veces se habían quedado dormidos mientras todavía estaban haciéndolo. Por la mañana él no se levantaba cansado, sino absolutamente incapaz de trenzar sus pensamientos para concentrarse en el trabajo que lo esperaba en el banco. Porque su cerebro también estaba enteramente ocupado por Adele, no hacía más que repasar todo lo que habían hecho unas horas antes; y lo más maravilloso era que bastaba con que él lo quisiera para que aquel pasado reciente volviera a ser un presente inmediato.
Una mañana, cuando acababa de ducharse, oyó una especie de quejido desde el dormitorio. Seguramente Adele estaba teniendo una pesadilla. Volvió a la habitación con sigilo. Adele había apartado la sábana y estaba con los ojos cerrados y la boca entreabierta, desnuda, con la espalda arqueada, con la mano derecha en la entrepierna y la izquierda pasando de un pezón al otro mientras el quejido se tornaba inconfundible. Él regresó cautelosamente al cuarto de baño. De pronto se sintió un poco humillado. Pero después, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que el problema no era suyo sino de Adele. Y, con la lucidez que siempre lo había caracterizado, supo que llegaría el día en que Adele no tendría más remedio que traicionarlo.