Yakonov oía a Sologdin casi con deleite. (Le había gustado este hombre desde el momento en que entró).
—¿De manera que va a comprometerse a reconstruir el dibujo? — El que hablaba no era el Coronel de Ingenieros, sino un ser desesperado, agotado, indefenso.
—Exactamente lo que había en mi hoja... ¡en tres días! — dijo Sologdin, con los ojos brillantes— y en cinco semanas le daré un bosquejo completo de todo el proyecto, con cálculos detallados de sus aspectos técnicos. ¿Eso lo satisface?
—¡En un mes! ¡Un mes! ¡Lo necesitamos dentro de un mes! — Las manos de Yakonov sobre el escritorio se dirigían hacia ese diabólico ingeniero.
—Está bien, lo tendrá dentro de un mes —acordó con frialdad Sologdin.
Pero Yakonov entró en sospecha.
—Un minuto —dijo—. Acaba de decirme que su bosquejo no tenía valor, que había encontrado en él errores grandes e irreparables.
—¡Oh, no! — Sologdin rió abiertamente—. Algunas veces la falta de fósforo y oxígeno y la falta de nuevas impresiones de la vida real me juegan malas pasadas y sufro una especie de apagón mental. Pero ahora estoy de acuerdo con el Profesor Chelnov: todo en el dibujo estaba bien.
Yakonov sonrió, bostezando de alivio, y se sentó en el sillón. Estaba fascinado por la forma en que Sologdin se controlaba, por la forma en que había manejado la entrevista.
—Ha jugado usted un juego peligroso, amigo mío. Después de todo, podía haber terminado de otra manera. Sologdin extendió un poco las manos.
—Difícilmente, Antón Nikolayevich. Al parecer estimó la posición del instituto y la suya con bastante acierto. Por supuesto, usted sabe francés.
Sologdin hablaba y actuaba con tanta sencillez como si estuviera cortando madera con Nerzhin. Ahora, él también tomó asiento, y continuó observando a Yakonov divertido.
—¿Y cómo lo haremos? — preguntó el Coronel de Ingenieros amigablemente.
Sologdin replicó como si estuviera leyendo un papel impreso, como si desde hace mucho tiempo estuviera decidido:
—Como primer paso, me gustaría evitar trabajar con Oskolupov. Sucede que es el tipo de persona a quien le gusta ser coinventor. No espero esa jugarreta de usted. No me equivoco, ¿verdad?
Yakonov asintió con alegría. ¡Oh, cuan aliviado estaba, y había estado aun antes de las últimas palabras de Sologdin!...
—También debo recordarle que el dibujo todavía... hasta ahora... está quemado. Si en realidad quiere continuar con mi proyecto, encontrará la manera de informar al ministro de mi persona en forma directa. Si eso es imposible, al delegado del ministro. Haga que él, personalmente, firme una orden nombrándome jefe de diseños. Esa será mi garantía y me pondré a trabajar. Necesitaré la firma del ministro porque voy a establecer un sistema sin precedentes con mi grupo. No apruebo el trabajo nocturno ni los domingos heroicos, ni la trasformación del personal científico en muertos que caminan. Los expertos deberían llegar a su trabajo con tanto entusiasmo como si fueran a encontrarse con sus amantes. — Sologdin hablaba cada vez con más entusiasmo y libertad, como si Yakonov y él se hubieran conocido desde la niñez—. Así es que hay que dejarlos dormir bien, dejarlos descansar.
Hay que permitir que el que quiera aserrar leña para la cocina lo haga.
También tenemos que pensar en la cocina, ¿no está usted de acuerdo?
De pronto la puerta de la oficina se abrió. El calvo y delgado Stepanov entró sin llamar, los cristales de sus anteojos brillaban siniestros.
—Antón Nikolayevich —dijo con solemnidad—. Tengo algo importante que decirle.
¡Stepanov se había dirigido a alguien por su nombre y patronímico! ¡Era increíble!
—¿De manera que esperaré la orden? — preguntó Sologdin, levantándose.
El Coronel de Ingenieros asintió. Sologdin salió con un paso ligero y firme.
Yakonov no comprendió al principió de qué estaba hablando el organizador del Partido con tanta animación.
—¡Camarada Yakonov! Algunos camaradas de la Sección Política acaban de venir a verme, y me endilgaron una buena reprimenda. He permitido que se cometan serios errores. He permitido a un grupo, digamos de cosmopolitas sin raíces, construir su nido en la organización de nuestro partido. Y he demostrado miopía política. No lo ayudé a usted cuando trataron de perseguirlo. Pero no debemos tener miedo de reconocer nuestros errores. Y en este mismo momento usted y yo elaboraremos una resolución juntos, y luego citaremos a una reunión abierta de Partido... y le daremos un pesado golpe a los parásitos serviles.
Los asuntos de Yakonov, que hasta ayer eran tan desesperados, habían virado ahora a su favor.
CIENTO CUARENTA Y SIETE RUBLOS