Sin embargo, ningún candidato se le ocurrió al momento. De alguna manera siempre sucedía que los mejores especialistas y trabajadores de Yakonov eran indignos de confianza en el área de seguridad, mientras que los favoritos de los oficiales de seguridad eran inservibles y cobardes. Esto hacía difícil coincidir en los nombres para completar los traslados.
Yakonov puso la lista sobre su escritorio e hizo un gesto tranquilizador con las manos.
—Déjeme la lista. Lo pensaré. Usted también piénselo. Hablaremos por teléfono.
Shikin se puso lentamente de pie y —no debió haber dicho nada pero lo hizo— se quejó con esta persona que no merecía oír su queja, sobre la acción del ministro admitiendo a Rubin y a Roitman en el cuarto 21, mientras a él, Shikin, y al Coronel Yakonov no se les permitía el acceso. ¡Su propia dependencia! ¿Cómo pudo suceder eso?
Yakonov levantó las cejas y dejó sus párpados cerrados de manera, que su rostro pareció por un momento el de un ciego. Era como si estuviera diciendo: "sí Mayor, sí amigo mío, es doloroso para mí, muy doloroso, pero no puedo levantar los ojos y mirar el sol!"
Yakonov consideraba el cuarto 21 un asunto dudoso, y a Roitmart un muchacho demasiado ansioso que podría quebrarse el cuello en cualquier momento.
Shikin se marchó, y Yakonov recordó el más placentero de los deberes que le aguardaban hoy, porque ayer no había tenido tiempo para ello. Si pudiera realizar un progreso definitivo en el codificador integral, lo salvaría de Abakumov cuando terminara su mes de plazo.
Telefoneó a la Oficina de Diseños y ordenó a Sólogdin que trajera su nuevo proyecto.
Dos minutos después Sólogdin golpeó y entró, esbelto, con su barba rizada, con las manos vacías, vistiendo un guardapolvo sucio.
Yakonov y Sólogdin casi, nunca se habían hablado porque no había habido ninguna razón para citar a Sólogdin a su oficina. En la Oficina de Diseño o cuando se encontraban accidentalmente, el Coronel de Ingenieros no prestaba atención a esta insignificante persona. Pero ahora, observando la lista de nombres y patronímicos debajo del cristal, Yakonov, con toda la cordialidad de un señor hospitalario, miró con aprobación al que entraba y, hablándole en forma expansiva, le dijo:
—Tome asiento, Dimitri Aleksandrovich, me alegra verlo. Manteniendo los brazos rígidos a sus costados, Sólogdin se acercó, inclinándose en silencio y permaneció de pie, erguido e inmóvil.
—Parece que usted nos ha preparado una secreta sorpresa murmuró
Yakonov—. Hace pocos días... fue el sábado, ¿verdad?, vi su dibujo de la sección principal del codificador integral en la oficina de Vladimir Erastovich. ¿Por qué no toma asiento? Le eché una rápida ojeada, y estoy muy ansioso por hablar de eso en forma más detallada.
Sin desviar sus ojos de la mirada de Yakonov, que estaba llena de un sentimiento de comprensión, Sólogdin continuó de pie, medio dado vuelta e inmóvil, como si hubiera comenzado un duelo y estuviera esperando él disparo. Replicó con mucha precisión:
—Usted está equivocado, Antón Nikolayevich. Trabajé cuando pude en el codificador. Pero todo lo que logré hacer y lo que usted vio, fue una creación grotesca e imperfecta de acuerdo a mis muy mediocres aptitudes.
Yakonov se reclinó en su silla y protestó con cordialidad:
—¡Vamos, mi amigo, por favor, prescindamos de la falsa modestia! Aun cuando ojeé su proyecto rápidamente, me formé una opinión muy favorable de él. Y Vladimir Erastovich, quien puede juzgar mejor que ninguno de nosotros lo elogió mucho. Ahora mismo voy a dar orden de que no dejen entrar a nadie. Vaya y busque su dibujo y sus cálculos y los veremos. ¿Le gustaría que llamara a Vladimir Erastovich?
Yakonov no era un administrador torpe o interesado sólo en los resultados del proceso productivo. Era ingeniero y en un tiempo había sido un ingeniero audaz, y ahora sentía algo de esa delicada satisfacción que la inventiva humana en prolongado desarrollo puede proporcionarnos. Esta era la única y verdadera satisfacción que todavía le proporcionaba su trabajo. Lo miró con expresión interrogante, sonriendo con amabilidad.
Sologdin también era ingeniero, desde hacía catorce años. Había estado preso durante doce años.
La sequedad de la garganta dificultaba su expresión.
—Antón Nikolayevich, usted está equivocado por completo. Eso no era más que un bosquejo indigno de su atención. Yakonov frunció el seño un poco molesto.
—Está bien, veremos... veremos. Vaya y búsquelo.
Sobre sus charreteras se veían tres estrellas doradas con ribetes azules, tres grandes o imponentes estrellas colocadas en triángulo. El Teniente Principal Kamyashan, el oficial de seguridad en Gornaya Zakrytka también había conseguido un triángulo de tres estrellas doradas, con ribetes azul claro, durante los meses que había estado ensañándose a muerte con Sologdin. Pero las suyas eran más pequeñas.
—El boceto ya no existe —dijo Sologdin con voz insegura—. Encontré en él errores serios e irreparables... y lo quemé.