Durante todo el día del domingo, en su excursión en busca del lechón, pensó y pensó y se arañó el pecho desesperado. ¡Era obvio que su intuición se hacía lerda con la vejez! Pero ¿cómo haberlo imaginado? Durante sus años de trabajo Stepanov había llegado a creer que los camaradas judíos estaban particularmente dedicados a la causa. Y ahora... ¡qué vergüenza! Stepanov, el oficial experimentado, no había detectado una nueva e importante orientación y hasta había estado indirectamente implicado en las intrigas de los enemigos. Después de todo, aquella camarilla íntegra Roitman-Klykachev...
El lunes por la mañana Stepanov llegó a trabajar en un estado de ánimo confuso. Después de que Shikin rehusara jugar una partida de billar... durante la cual Stepanov había esperado enterarse de algo por él... y respirando con dificultad porque no había recibido instrucciones, el secretario liberado del Partido se encerró en la oficina del Comité y durante dos horas castigó las bolas con furia, enviándolas algunas veces al suelo por sobre la baranda de la mesa. Los gigantescos bronces en bajo relieve de la pared fueron testigos de algunas brillantes jugadas donde dos o tres bolas entraban en sus troneras simultáneamente. Pero los perfiles de los bajorrelieves no le dieron a Stepanov ni siquiera una sugerencia de cómo evitar destruir su saludable colectividad, dejándolo que se debatiera solo en la nueva situación.
Agotado, al fin oyó sonar el teléfono y corrió a levantar el auricular.
Dijeron que ya había salido en automóvil para Mavrino con dos camaradas que les darían todas las instrucciones necesarias con respecto a la lucha contra la adulación.
El secretario liberado en seguida se animó, hasta se puso alegre, hizo una carambola desde el borde y la introdujo en la tronera; luego guardó el taco de billar y las bolas en un armario.
También lo puso de buen humor recordar que el lechón de orejas rosadas que habían comprado ayer, comió toda su ración tanto a la mañana como a la tarde, sin causar problema. Esto era una promesa de que podría ser engordado en forma barata y fácil.
DOS INGENIEROS
El Mayor Shikin estaba en la oficina del Coronel de Ingenieros Yakonov.
Estaban sentados y conversaban como iguales, amigablemente, aun cuando cada uno despreciaba y aborrecía al otro.
A Yakonov le gustaba decir en las reuniones "Nosotros los de la Cheka". Pero en cuanto concernía a Shikin, Yakonov seguía siendo aquel enemigo del pueblo que había ido al extranjero, cumplido una condena, que fue condenado y llevado al seno de la Seguridad de Estado, pero que no era inocente. Inevitablemente, inevitablemente, llegaría el día en que las organizaciones de seguridad desenmascararían a Yakonov y lo arrestarían otra vez. ¡Cómo gozaría Shikin al arrancarle las charreteras de los hombros! La espléndida condescendencia del Coronel de Ingenieros, la caballeresca seguridad con que ejercía su autoridad irritaban al diligente y pequeño Mayor de cabeza grande. En consecuencia, Shikin trataba siempre de destacar su propia importancia y la del trabajo "operacional", cuyo valor subestimaba siempre el Coronel de Ingenieros.
Ahora estaba proponiendo colocar en la agenda de la próxima reunión de seguridad un informe de Yakonov sobre seguridad en el instituto, que criticaría duramente todas las negligencias. Esa reunión bien podía ser vinculada a un traslado de zeks no cooperativos y a la introducción de los nuevos libros diarios secretos.
El Coronel de Ingenieros Yakonov, agotado después del ataque de ayer, con círculos azulados debajo de los ojos retenía en su cara, sin embargo, una expresión agradable y asentía a las palabras del Mayor. Para sus adentros, detrás de los muros y los fosos donde ningún ojo podía penetrar, excepto quizás el de su esposa, estaba pensando ¡qué piojo miserable era este Mayor Shikin, fomentando la filtración gris a través de las denuncias... qué tontería absurda su ocupación... qué idiotez sus proposiciones!
A Yakonov le habían dado un mes de plazo. Dentro de un mes su cabeza podría yacer en el cepo del verdugo. Debía quitarse la armadura, abandonar su alto cargo, sentarse frente a los diagramas y pensar en soledad.
Pero el majestuoso sillón tapizado de cuero en el que se sentaba el Coronel de Ingenieros llevaba en sí la plena negación: responsable de todo, el Coronel no podía tocar nada él mismo, sólo podía levantar el teléfono y firmar papeles.
Además, esa pequeña guerra con la camarilla de Roitman todavía estaba minando sus energías mentales. Tenía que sobrellevarlo como antes. No estaba en posición de forzarlos a abandonar el instituto, y todo lo que quería era su rendición incondicional. Después de todo, ellos querían echarlo a él, y eran capaces de destruirlo.
Shikin todavía seguía hablando. Yakonov miró por encima de él. Sus ojos permanecían abiertos, pero dejando el cuerpo lánguido, volvió en pensamiento a su hogar.