Le bastaba oír en la radio que ya no había una Yugoslavia heroica, sino la camarilla de Tito. A los cinco minutos estaría explicando esta decisión con tal firmeza, tal convicción, que podría creerse que él personalmente había estado trabajando en ello durante años. Si alguien con cautela dirigía la atención de Stepanov a una discrepancia entre las instrucciones de hoy y las de ayer, al mal estado del abastecimiento en el Instituto, a la mala calidad de los equipos fabricados por los Soviet, o a la vivienda, el secretario liberado sonreía como anticipando las palabras que iba a pronunciar:
—Y bien, ¿qué es lo que pretenden, camaradas? Eso no es más que confusión departamental. Pero no cabe duda que estamos progresando en esa área; confío en que estarán de acuerdo conmigo.
Sin embargo, Stepanov tenía ciertos sentimientos humanos, aun cuando en una escala muy limitada. Por ejemplo, le gustaba que las autoridades lo ponderaran, y le agradaba impresionar con su experiencia a los miembros ordinarios del Partido. Se complacía en estas reacciones porque las consideraba muy justificadas.
También bebía vodka, pero sólo si alguien lo convidaba o si la ponían en la mesa, y siempre se quejaba de que el vodka era malo para su salud. Por esa razón, jamás lo compraba o invitaba a nadie con vodka. Y esas eran sus únicas debilidades.
Los "Jóvenes" algunas veces discutían entre ellos acerca de "El Pastor" Roitman decía:
—¡Amigos míos! Es el profeta de un tintero profundo. Tiene el alma de un papel impreso. Es inevitable tener personas así en un período de transición.
Pero Klykachev, sonriendo con expresión torcida, respondía:
—Ingenuos, él nos tiene agarrados, nos va a hundir las caras en m...-No crean que es un tonto. En cincuenta años ha aprendido cómo seguir adelante. ¿Creen ustedes que es por nada que en todas las reuniones hay una resolución aniquiladora? Él está escribiendo la historia de Mavrino con ellas. Está acumulando datos con anticipación: suceda lo que suceda, una inspección demostrará que el secretario previno a cada uno, de antemano, acerca de la situación.
Desde el punto de vista de Klykachev, lleno de prejuicios, Stepanov era un difamador furtivo que llegaría a cualquier extremo con tal de arreglar las cosas para sus tres hijos.
Stepanov, en verdad, tenía tres hijos, y éstos siempre estaban pidiéndole dinero a su padre. Los había colocado a los tres en el departamento de historia de la Universidad. Su cálculo había parecido acertado en su momento, pero no había tenido en cuenta que se llegaba a la saturación con los historiadores egresados de las escuelas, institutos técnicos, y cursos de corta duración, primero en la ciudad de Moscú, luego en el distrito de Moscú y más tarde hasta en los Urales. El primer hijo terminó la escuela, pero en lugar de quedarse en casa para alimentar a sus padres, se había marchado a Khanty-Mansiysk en Siberia occidental. Al segundo hijo le ordenaron que fuera a Ulan Ude, al este del Lago Baikal, y cuando el tercero terminó sus estudios, parecía improbable que encontrara un empleo en un lugar más próximo que la isla de Borneo.
Su padre se aferraba cada vez con mayor tenacidad a su propio empleo y a la pequeña casa en las afueras de Moscú que tenía una pequeña huerta, cascos de coles fermentadas, y tres cerdos engordando. Para su mujer, una mujer sobria, que estaba quizás hasta un poco atrasada en materia de ideologías, el engordar los cerdos era su interés básico, y lo consideraba el rubro más importante del presupuesto familiar. Había dispuesto del domingo pasado para un viaje obligatorio al campo a comprar lechón. A causa de esa empresa —exitosa, como resultó— Stepanov no había ido a trabajar ayer, aun cuando cierta conversación del sábado lo había alarmado y se sentía ansioso por estar en Mavrino. El sábado, en la Sección Política, Stepanov había sufrido, un golpe. Cierto oficial colocado muy arriba, pero muy alimentado a pesar de sus preocupaciones y responsabilidades, pues en realidad pesaba alrededor de 120 kilos, mirando la fina nariz de Stepanov, más marcada por los anteojos que usaba, preguntó con su lenta voz de barítono:
—Y, Stepanov, ¿qué me dice de los hebreos que tiene usted? ¿Los he... qué? — preguntó Stepanov, inclinando la cabeza para oír mejor.
—Los hebreos. — Y advirtiendo la total falta de comprensión del secretario, el oficial se hizo entender con claridad.— Está bien, me refiero a los "judíos".
Tomado de sorpresa y temeroso de repetir la palabra de doble filo, cuyo uso se había ganado recientemente una sentencia inmediata de diez años por propaganda antisoviética, Stepanov murmuró con vaguedad. — Sí, hay algunos.
—Bien, y ¿qué se propone hacer con ellos?
En ese momento sonó el teléfono y el camarada que ocupaba un cargo tan alto tomó el receptor y no dijo nada más a Stepanov.
Perplejo, Stepanov leyó toda la pila de instrucciones, y directivas de la administración, pero las letras negras sobre el papel blanco soslayaban hábilmente la cuestión judía.