"¡Mi hogar! ¡Mi hogar es mi fortaleza!" Como los sabios ingleses que fueron los primeros en comprender esa verdad. En tu pequeño territorio propio sólo existen tus leyes. Cuatro paredes y un techo te separan de un mundo que está constantemente oprimiéndote, poniéndote de cabeza, exprimiendo algo de ti. Ojos atentos con un resplandor tranquilo te esperan en el dintel de la puerta de tu hogar. Niños traviesos, siempre buscando algo nuevo (¡qué suerte que todavía no vayan a la escuela!) te confortan y refrescan, por muy fatigado que estés de la persecución, de ser llevado de un lado al otro. Tu esposa ya les ha enseñado a ambos a hablar en inglés. Sentada al piano, toca un hermoso vals de Waldteufel. Las horas del almuerzo son breves y cuando has terminado tu trabajo de la tarde, ya es casi noche, pero en tu propio hogar no hay tontos, pomposos ni jóvenes sanguijuelas.
En el trabajo de Yakonov había tantos tormentos; tantas situaciones humillantes, tantas frustraciones violentas, tanto ajetreo administrativo, y Yakonov se sentía tan viejo, que con gusto habría dejado el trabajo si hubiera podido, y permanecido en su propio hogar, en su propio y placentero mundo acogedor.
Esto no significaba que el mundo externo no le interesara... le interesaba profundamente. Sería difícil encontrar una época más apasionante en toda la historia. Veía la política del mundo como múltiples juegos de ajedrez. Pero Yakonov no pretendía jugar él ni siquiera ser un peón en el juego... o parte de un peón... ni el fieltro de la base del peón. Yakonov quería observarlo desde afuera, gozar de él como cuando se repantigaba en cómodos pijamas en su viejo sillón de hamaca, entre sus muchos estantes de libros.
Yakonov tenía todas las calificaciones y los medios para esta pretensión. Había dominado dos idiomas, y las estaciones de radio foráneas rivalizaban entre sí ofreciéndole información. El ministerio recibía periódicos técnicos y militares extranjeros y los enviaba en seguida a sus cerrados institutos. A los editores de esos periódicos le gustaba incluir de cuando en cuando un ensayo sobre política, o la futura guerra global, o la futura estructura política del planeta. También, moviéndose como lo hacía en altos círculos, Yakonov, de tiempo en tiempo, se enteraba de detalles no asequibles a la prensa. Tampoco desdeñaba la traducción de libros sobre diplomacia e inteligencia. Y, más allá de toda esa información, tenía sus propios y penetrantes pensamientos. Su juego de ajedrez consistía en que desde su sillón de hamaca, él observaba el partido del Este versus Oeste, y trataba de imaginar el resultado por los movimientos que hacían.
¿De qué lado estaba él? Cuando las cosas en el trabajo andaban bien, estaba, por supuesto, a favor del Este. Cuando lo apretaban demasiado, estaba más bien por el Oeste. Su propia visión superior era que, el que fuera el más fuerte y el más cruel ganaría. En esto, desgraciadamente, toda la historia y sus profetas coincidían.
En su temprana juventud había adoptado la frase popular: "¡Toda la gente es canalla!" Y cuanto más vivía, tanto más se afirmaba y confirmaba esta verdad. Encontraba más pruebas de ello cuanto más profundamente indagaba; de esta manera le fue más fácil vivir. Porque si toda la gente era canalla, pues no había que hacer nada "para la gente" sino para uno mismo. No hay un "altar social" y nadie necesita perder tiempo pidiéndole a uno sacrificios. Hace mucho tiempo todo esto fue expresado con mucha sencillez por un dicho popular: "Tu propia camisa es lo que está más próximo a tu cuerpo".
Los guardianes de los interrogatorios y de las almas no tenían por lo tanto que preocuparse de su pasado. Pensando en su vida, Yakonov comprendió que las únicas personas que van a prisión son aquellas a quienes en algún momento de sus vidas les fracasa la inteligencia. La gente realmente inteligente mira hacia adelante; pueden contorsionarse y escabullirse, pero siempre permanecen en una sola pieza y en libertad... ¿Por qué malgastar detrás de las rejas la existencia que es sólo nuestra y mientras podemos respirar? No, Yakonov había renunciado al mundo de los zeks, no únicamente en apariencia sino por una convicción íntima. ¿De qué manos hubiera recibido de otra manera cuatro habitaciones espaciosas con un balcón y siete mil al mes? Por lo menos no las habría recibido tan pronto. Lo injuriaban, lo trataban caprichosamente, con frecuencia con estupidez, siempre con crueldad... pero en la crueldad, después de todo, estaba la fuerza, su manifestación más auténtica.
Ahora Shikin le tendía la lista de zeks condenados a ser trasladados al día siguiente. La lista ya acordada tenía diez y seis nombres, y ahora Shikin agregó con aprobación los dos nombres en el anotador del escritorio de Yakonov. Veinte había sido el total fijado por la administración de la prisión, de manera que tenía que "encontrar" dos víctimas más, e informar al Teniente Coronel Klimentiev antes de las cinco de la tarde.