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En vez de contestar el astrónomo indicó sin hablar la pantalla del radar, en la que se veía una línea negra lisa sin ninguna desigualdad o salientes. Los haces de los rayos del radio tanteaban ininterrumpidamente el espacio alrededor del asteroide sin encontrar ningún obstáculo.

 — Se ha estropeado...

Leguerier oprimió uno de los numerosos botones. Se iluminó una pequeña pantalla y se reflejó en ella el interior del camarote que ocupaba Alexandr Makárov, segundo jefe de la expedición.

 — ¡Alexandr! — dijo Leguerier —. Mira el gravímetro.

Se vio como Makárov se acercó al cuadro, exactamente igual que el de aquí. Se oyó una exclamación de asombro.

 — Presta atención ahora a la pantalla del radar.

 — ¡Veo! Makárov se volvió.

 — ¿Qué te parece esto? — preguntó Leguerier.

 — Muy raro, demasiado raro. ¿Y en los tuyos, lo mismo?

 — ¡Lo mismo! Pensaba que se había estropeado el gravímetro de mi camarote. Pero no pueden haberse estropeado los dos a la vez.

 — Entonces ¿qué pasa?

 — Ven inmediatamente.

 — ¡Voy!

Leguerier y Murátov no apartaban los ojos de la aguja. Ahora no cabía la menor duda de que se movía. Algo, que no reflejaba los rayos de los radares, se acercaba a Hermes.

Esto no podía ser un fragmento pequeño, tan pequeño, que no lo «vieran» las potentes instalaciones de localización. En este caso no lo notarían incluso los gravímetros. El cuerpo misterioso tenía una masa considerablemente grande.

 — ¡Cada vez más cerca y más cerca! — murmuró Leguerier —. Lo más extraño es que vuela muy lentamente.

Se oyó el sonido sordo del radiófono. Leguerier no se volvió.

La llamada se repitió y Murátov se acercó al aparato.

El que estaba de guardia en el puesto de mando de la nave insignia de la escuadrilla informó con voz alterada de la «conducta» rara del gravímetro.

 — De todas nuestras naves informan lo mismo — dijo.

 — Lo sé — contestó Murátov —. Continúe haciendo observaciones.

Entró Makárov y como hipnotizado se dirigió «n silencio hacia Leguerier. Los dos miraban fijamente el gravímetro. La aguja ya se había separado mucho del cero y continuaba desviándose lenta, extremadamente lenta, pero invariable, cada vez más.

La línea en la pantalla del radar era, como antes, inmutablemente recta.

Leguerier golpeó con el pie en el suelo.

 — ¿A fin de cuentas, esto qué es? — dijo irritado —. ¡Alarma general!

Makárov oprimió el botón rojo que estaba en el centro del cuadro. Murátov sabía que en este momento se oiría en todos los lugares del satélite-observatorio un sonido estridente anunciando el peligro.

No pasaron ni dos minutos, cuando en el camarote del jefe se reunieron todos los tripulantes del satélite.

No era necesaria ninguna aclaración. Estas personas comprendían perfectamente el idioma de los aparatos.

Reinaba una tensión oculta, un silencio alarmante.

El peligro desconocido es la prueba más desagradable para el estado psíquico. La persona más valiente siente involuntariamente un miedo vago. ¿Qué hacer, si no se sabe de quién defenderse?

Y de repente el recuerdo acudió a la memoria de Murátov. Veía el rostro intenso de Véresov y Stone, con los ojos clavados en el mismo gravímetro, que les mostraba lo que sucedía.

 — ¿No sería éste uno de los dos satélites-exploradores que persiguió la «Titov» hace dos años? — dijo Murátov.

Leguerier se volvió rápidamente.

 — ¿Tan lejos de la Tierra?

 — Todavía nadie sabe por dónde desaparecieron.

 — ¿Pero los radares en aquel tiempo captaron estos satélites?

 — Esto fue entonces. Existe la suposición que de alguna forma han cambiado el sistema de su «defensa».

 — Es posible que usted tenga razón — dijo Leguerier —. ¡Veremos!

Si Murátov había dado en el clavo, entonces la aguja del gravímetro tendría que cesar en seguida el movimiento hacia la derecha. Los satélites-exploradores no podían pasar muy cerca de una masa tan grande como la de Hermes. El asteroide tenía un kilómetro y medio de diámetro y ¡esto no era una pequeña astronave!

La suposición era tan verosímil que todos se tranquilizaron inmediatamente. Marcharon dos astrónomos, después de haber recibido el permiso de Leguerier (fue dada la alarma en el observatorio y nadie tenía derecho a actuar individualmente), para intentar ver con el gran telescopio el cuerpo que se aproximaba. Makárov regresó a su camarote para realizar observaciones paralelas con sus aparatos.

Pero la tranquilidad duró poco.

Pasaron cinco, después diez minutos y la aguja continuaba deslizándose hacia la derecha, y amenazaba con acercarse al punto extremo, que señalaba el choque de dos masas: la de Hermes y el cuerpo desconocido. Se aproximaba el choque. Quedaba muy poco para que la aguja llegara a la raya roja de la escala.

 — Vuela directamente hacia nosotros — dijo alarmado Leguerier.

El gravímetro perfeccionado daba la posibilidad de determinar no sólo la masa, sino también la dirección de su movimiento y la distancia.

La pantalla del radar como antes no mostraba nada. No obstante que según el gravímetro, el cuerpo que se aproximaba era bastante grande.

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