Los siete miembros de la expedición, el ingeniero Weston y ocho personas de las tripulaciones de la escuadrilla auxiliar estaban «sentados» a la mesa redonda. Había sillas porque en Hermes subsistía una pequeña fuerza de gravedad. Podía uno sentarse, pero para mantenerse en la silla, y no salir volando con cualquier movimiento que se hiciera, había sido necesario poner correas al asiento.
Murátov pidió perdón por haber tardado y ocupó su lugar.
La sala de oficiales estaba situada en un extremo del enorme cuerpo discoidal del satélite artificial. El techo y la pared que daba al exterior eran transparentes. Sobre sus cabezas se extendía un cielo negro mate con innumerables estrellas. Entre ellas resplandecía un Sol cegador cuyos rayos inundaban la sala de oficiales sin que se sintiese ningún calor. Los «cristales» de plásticos no dejaban pasar los rayos infrarrojos.
Fuera del satélite estaba el panorama tenebroso de Hermes, con rocas disformes de un color grisáceo indeterminado. ¡Paisaje sin vida, que oprimía!
El observatorio cósmico, antiguo satélite artificial de la Tierra, estaba en el fondo de una depresión poco profunda. Lo rodeaban por todas partes muros de granito que se elevaban gradualmente. El horizonte estaba limitado por un círculo de trescientos metros de diámetro, y como el del satélite era de cien metros, ante los ojos existía un «mundo exterior» ínfimo.
Murátov se extremeció al pensar que ocho personas durante muchos años no verían nada más que este triste cuadro. ¡Qué amor tan profundo tenían que tener a su ciencia para pasar voluntariamente por tales pruebas!
¡De ninguna forma él era capaz de tal hazaña!
La elección del lugar para el observatorio no fue casual. El relieve del lugar era el que mejor correspondía para su propia defensa. Él peligro de los meteoritos, que existía incluso para las astronaves pequeñas, era mil veces más amenazador para Hermes cuya enorme masa atraía los fragmentos que vagaban en el espacio. Sobre todo cuando tenía que cortar el anillo de los asteroides entre Marte y Júpiter, que era el lugar más peligroso en las vías interplanetarias.
Fueron montadas potentes instalaciones en las rocas que formaban un círculo alrededor del observatorio. El campo magnético obligaba a desviarse a los meteoritos del único lugar habitado en el asteroide cualquiera que fuese su velocidad. Por esto era posible la existencia de unas paredes relativamente finas y de una enorme cúpula en la que se encontraban telescopios y otros numerosos aparatos e instrumentos astronómicos.
Si los meteoritos que cayeran fueran pétreos, entonces los desviaría el campo antigravital vibrador que completaba al magnético. Los astrónomos podían trabajar tranquilamente.
Después de cenar Murátov se quedó en la sala de oficiales conversando con Weston.
Decidió no regresar esta noche a su astronave y pernoctar en el satélite, ya que en este mundo sin gravedad se podía dormir donde uno quisiera como si fuera eri el más blando colchón. Formaban la cama cuatro sillas y una fuerte correa, para no despertarse pegado al techo. Las patas magnéticas metálicas de la silla que se adherían al suelo, garantizaban la estabilidad del lecho.
Eran las diez de la noche cuando Murátov, antes de echarse a dormir, entró en el camarote de Leguerier.
Le gustaba conversar con el jefe de la expedición que era una persona de una cultura enciclopédica. Parecía que no había ni una sola cuestión en la que el científico francés no se encontrara como el pez en el agua. Con él se podía hablar de todo.
Así tenía que ser un auténtico astrónomo ya que la astronomía es una ciencia omnímoda. Trata todas las esferas del conocimiento humano, desde la medicina hasta la filosofía.
Leguerier se acostaba tarde y Murátov sabía que no era importuno.
El «Comandante de Hermes», según alguien le denominó a Leguerier con gran acierto, estaba junto a la pared y miraba atentamente a uno de los aparatos instalados en un cuadro que ocupaba toda la pared.
— ¡Mire! — dijo, volviéndose de nuevo a mirar el aparato —. La aguja del gravímetro no está en el cero. No puedo comprender lo que puede significar esto.
Murátov se acercó.
Conoció el gravímetro durante la expedición en la «Titov».
Pero el aparato que había en el camarote de Leguerier se parecía muy poco a aquél, ya que dos años es un espacio enorme para la ciencia. Sólo quedaba la escala y la aguja del aparato que él conocía.
Murátov clavó la mirada.
— Me parece — dijo — que la aguja no sólo no está en el cero, como usted ha dicho, sino que se mueve. Muy lentamente, pero se mueve.
— Sí, sí, tiene usted razón — se sentía intranquilidad en la voz de Leguerier —. Esto es muy raro. El aparato muestra la presencia de una masa que no está lejos
¿Qué puede ser?
— Un meteorito que cae... — presupuso indeciso Murátov.
Se enfadó consigo mismo. ¡Qué contestación tan ingenua! Esto no hacía falta que se lo dijeran a Leguerier.