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A Murátov le despidieron sólo dos personas: Serguéi y Marina. Víktor hacía un año que no había visto a su hermana menor y su llegada a la península Ibérica fue para él una sorpresa agradable.

Marina transmitió a su hermano los deseos de que realizara con éxito la expedición de parte de los familiares que no habían podido venir a despedirle.

 — Papá ha pedido — dijo ella — que no te olvides de recoger muestras del terreno de Hermes para su colección.

 — ¡Cómo me puedo olvidar de esto! — dijo Murátov sonriéndose.

El viejo Murátov fue un conocido geólogo. Ya en los días de la juventud, en la época de los primeros vuelos del hombre a los planetas del sistema solar, comenzó a reunir una colección de minerales de otros mundos, y ahora su colección original era casi la mejor del mundo y una joya del museo geológico de Leningrado.

 — Yo tengo grandes deseos de volar contigo — dijo Marina, mirando con interés la enorme silueta de las naves de la escuadrilla, que brillaban opacamente en el centro del gigantesco cohetódromo bajo los rayos del Sol poniente —. ¡Pensar que no he estado ni una vez en el cosmos!

 — ¿Cómo? ¿Y en la Luna?

 — ¡Bah! — La muchacha se rió despreciativamente —. ¡La Luna! Esto no es el cosmos.

 — ¡Qué cosas se oyen! — exclamó Sinitsin y se rió con toda el alma —. Ella considera que no es cósmico el vuelo a la Luna. Pronto se llegará a decir que el cosmos es sólo un espacio más allá de los límites de nuestro sistema.

 — ¿Dónde está Leguerier? — preguntó Marina.

 — Ya hace tiempo que no se encuentra en la Tierra — contestó Víktor.

Los siete participantes del vuelo a Mermes hace dos semanas que salieron para la Luna, con el objeto de trasladarse desde ésta al satélite-observatorio, y en él realizar el vuelo al asteroide cuando se acerque a la Tierra.

Mermes ya estaba cerca. Comenzaban los últimos días de la existencia de Hermes como un cuerpo estelar, ajeno a la Tierra y a sus habitantes. De ahora en adelante se convertiría en un observatorio volante, en una filial cósmica del instituto astronómico, en una astronave enorme por sus dimensiones que se movería en el espacio según el deseo de las personas.

Resonó en el campo el ulular alargado de una sirena.

 — ¡Ya ha llegado la hora! — dijo Murátov —. ¡Adiós! Si tú — dijo dirigiéndose a su hermana — me hubieras antes manifestado tu deseo te habría llevado conmigo.

 — ¡Qué le vamos a hacer! — Marina besó a su hermano —. Ahora me da lo mismo, de todas las maneras no tengo tiempo.

 — Recuerdo bien tus palabras de que no te gusta volar al cosmos — dijo Sinitsin al despedirse de su amigo —. Será interesante lo que digas cuando regreses.

 — Puedes estar seguro de que diré lo mismo.

 — Lo dudo. El cosmos atrae.

En el cohetódromo resonó la sirena llamando por segunda vez.

 — Deberá regresar dentro de dos semanas — dijo Marina, mirando fijamente al cielo en el que ya no había nada —. Estaré muy intranquila durante todo este tiempo, y no sólo yo — añadió, pensando en sus padres, hermanas y hermanos —. A pesar de todo el vuelo es peligroso.

 — No, no hay ningún peligro — contestó Sinitsin —. Las astronaves son seguras.

¡Vamos, Marinilla! Si no, perderemos el avión.

Una vez más miró la lejanía diáfana del cielo, como esperando ver las ya lejanas naves de la escuadrilla.

 — Es necesario que pase tiempo, y no poco — dijo ella — para que las personas se acostumbren a las astronaves como a los aviones. Y hubo un tiempo incluso hace relativamente poco que se consideraba peligrosos a los aviones.

 — ¡Clavo está! Esto siempre ocurre. Después aparecerá algo nuevo, desconocido por nosotros ahora, y entonces las personas empezarán a hablar de las astronaves como tú hablas de los aviones. Y así por los siglos de los siglos — terminó Serguéi.

<p><strong>7 </strong></p>

Andar era difícil. Las suelas magnetizadas de las botas se adherían fuertemente al suelo metálico, y para dar un paso tenía que realizarse un gran esfuerzo muscular. A pesar de esto no existía una completa estabilidad. Se hacía sentir la casi completa inexistencia de peso. Lo mismo que en la cubierta de un barco durante una fuerte tempestad, las personas se balanceaban al andar adoptando las posiciones más extravagantes. Mas la inclinación del cuerpo inconcebible en la Tierra, no conducía a la caída, aquí no había dónde caer. Hermes atraía con una fuerza insignificante. Un pequeño esfuerzo, y la persona se podía poner derecho para al cabo de un segundo comenzar una nueva «caída». Y esto se repetía sin fin.

Un andar de esta clase cansaba más que una larguísima marcha a pie por la Tierra.

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