Si se quitaba el calzado la persona podía volar, y no le costaba ningún esfuerzo elevarse al punto más alto de la cúpula esférica del local del observatorio. Para esto bastaba el menor empuje. Pero el descenso, bajo la fuerza de atracción, se realizaba de una forma tan lenta que a Víktor Murátov se le quitaron los deseos de repetirlo cuando por curiosidad probó hacer un «vuelo» de esta clase. Fue muy desagradable al verse impotente colgado en el aire sin tener ni la más pequeña posibilidad de cambiar algo.
En general a Víktor no le gustaba la estancia en Mermes, y esperaba con impaciencia el momento de la salida para el viaje de regreso. Miraba asombrado con qué interés, e incluso entusiasmo, observaban sus compañeros todo lo que les rodeaba, y no los llegaba a comprender. El cosmos no ejercía en él ninguna acción «atrayente» como ocurría con otros. El cuadro del firmamento le resultaba monótono y aburrido; la ingravidez penosa; las condiciones de vida, pésimas. Sonriéndose recordó el pronóstico de Serguéi. El viejo amigo se había equivocado. Por ningún cosmos cambiaría Víktor la Tierra natal.
¡Cuatro días más de este tormento y se encontraría en casa!
Se realizaban las últimas observaciones de control. Mermes llevaba ya más de cien horas haciendo el recorrido por la nueva órbita y acercándose gradualmente a Venus.
Después alcanzaría Mercurio y comenzaría un viaje de muchos años en la profundidad del sistema solar, hacia sus regiones periféricas hacia Plutón, el planeta más lejano.
El cambio de la trayectoria del recorrido del asteroide se realizó en completa correspondencia con los cálculos. Víctor estaba orgulloso. Fueron recibidos de la Tierra numerosos radiogramas de felicitación. Todo el planeta se alegraba por el éxito conseguido.
¡Se había realizado una cosa grande y necesaria!
Hecho ya todo, se podía, con la conciencia tranquila, abandonar el incómodo cosmos, regresar a la Tierra, y ponerse a realizar un nuevo trabajo, no menos necesario e interesante. ¡En la patria hay miles de cosas que hacer!
A Murátov no le intranquilizaron lo más mínimo los últimos cálculos realizados esta vez por el mismo Jean Leguerier. ¡Todo estaba bien! El asteroide marchaba tal como fue calculado en la Tierra. Al llegar a Júpiter, debido a la potente fuerza de atracción del gigante del sistema solar, se dirigiría hacia Saturno, y éste a su vez, cambiaría su trayectoria encaminándolo hacia Urano. Y así sucesivamente. Los planetas se entragarian uno a otro el asteroide-observatorio como si fuera una carrera de relevos. No había ninguna necesidad de comprobar de nuevo. La escuadrilla auxiliar podría ya ayer haber salido para la patria.
Pero Murátov aunque estaba atormentado por la impaciencia comprendía perfectamente que era fundamentada y necesaria la precaución de Leguerier. En comparación con la distancia gigantesca que tenía que recorrer Mermes solo se había pasado un trayecto ínfimo. Cuatro exactas comprobaciones, según los cuatro datos observados, realizadas por cuatro matemáticos independientes uno del otro, ¡esto ofrecía una completa garantía!
Pero mañana... pero, a propósito, cuál mañana, cuando no existe ni día, ni noche, ni salida, ni puesta del Sol... dentro de dieciocho horas todo habrá terminado. Leguerier pronunciará las palabras tan esperadas: «Todo está en orden» — y Murátov podrá marcharse.
¡Por nada del mundo se retendrá aquí ni un minuto!
¡Si Murátov pudiera saber ahora que iba a estar retenido, en este lugar tan desagradable para él, tres días enteros!
¡Un acontecimiento inexplicable, inverosímil, estaba próximo, muy próximo!
Pero el futuro está oculto a las personas por la ley de la casualidad.
Sujetándose a las numerosas correas que había en la pared, manteniéndose en posición vertical gracias a un enorme esfuerzo, Murátov se dirigía lentamente hacia la sala de oficiales del satélite. Este viejo nombre, tomado del léxico de la hace tiempo desaparecida marina de guerra, se mantenía sólidamente entre los cosmonautas y a Murátov le parecía absurdo. ¡Qué sala de oficiales iba a ser cuando todos los locales que estaban contiguos al pabellón central formaban habitaciones corrientes! Claro que tenían techos transparentes que no había en los barcos, pero en los camarotes debía haber portillas y aquí, en el satélite, no había ninguna clase de ventana.
Víktor, pensando en esto, miró involuntariamente hacia arriba y, claro está, no vio otra cosa que el techo semiesférico. Los corredores no tenían paredes transparentes.
Se rió de su distracción porque en dos semanas ya se podía haber acostumbrado.
Los relojes, que marchaban por la hora terrestre, marcaban las ocho de la noche según el meridiano de Moscú. Era ya la hora de cenar. Probablemente lo esperaban ya en él comedor («Bueno, que le llamen sala de oficiales», pensó Víktor). Eran ya las ocho y un minuto, y sabía por experiencia que Leguerier y sus seis camaradas eran puntuales en todos sus actos.