Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

La carta que Raimundo Silva escribió al autor de la Historia del Cerco de Lisboa contenía el quantum satis necesario de disculpas, y también la tenue pincelada de humor discreto que las relaciones cordiales entre remitente y destinatario admitirían sin abusar de la confianza, aunque al final debiera perdurar la impresión de una honesta perplejidad, de una austera interrogación sobre la irresistibilidad de algunos actos absurdos. Esta especie de meditación sobre la humana flaqueza quebrantaría las últimas resistencias, si alguna quedaba, en quien, al ser informado del lesivo atentado contra su propiedad intelectual, respondiera, dejando estupefacto al director literario, No es un caso de muerte, claro está que en la vida real no se encuentran tales abnegaciones, pero esta reflexión, excusado sería decirlo, no es de la responsabilidad del historiador, no pasa, pues, de mero añadido de doble sentido, tan a propósito introducido ahora como en cualquier otro momento y página de este relato. El cesto de los papeles quedó lleno de hojas arrugadas, de tentativas sin continuación, de borradores enmendados en todas direcciones, restos inútiles de un día entero de esfuerzos de estilo y de gramática, de milimétricas armonías para equilibrio de las partes constitutivas de la epístola, Raimundo Silva llegó incluso a desahogarse en voz alta, Si los autores siempre sufren así, pobrecillos, y halló algún contento en no ser más que un corrector de pruebas.

Subía Raimundo Silva la escalera de casa tras haber ido a echar la carta al correo, cuando oyó sonar el teléfono. No se apresuró, un tanto porque se sentía cansado, otro tanto por indiferencia o apatía, lo más probable es que fuese Costa que quería saber cómo iban las pruebas del librito de poesía o cómo iba la lectura previa de la novela que le había dejado en aquel negro día, Se acuerda. Dio tiempo para que Costa se aburriera de llamar sin resultado, pero el teléfono no callaba, sonaba con una especie de obstinación mansa, como quien está decidido a continuar sólo porque es su deber y no porque cuente con que le respondan. Metía tranquilamente la llave en la cerradura cuando recordó que no podía ser Costa el de la llamada, Costa ya no era su directo interlocutor, pobre Costa, víctima inocente, reducido ahora a una función casi mecánica de trae y lleva, él que, siendo preciso, era capaz de batirse de igual a igual con la camorra revisora. Raimundo Silva se detuvo en el umbral del despacho, y el teléfono, como si notara su presencia, redobló su estridencia hasta parecer un perrillo loco de entusiasmo al presentir al amo, sólo le faltaba tirarse mesa abajo y empezar a saltar con ansia de caricias, con la lengua fuera, jadeando, babándose de puro gozo. Raimundo Silva tiene por ahí algunos conocidos que de vez en cuando le telefonean, ha sucedido que alguna mujer sienta o finja sentir una necesidad de hablarle y oírlo, pero ésos son casos del pasado que en el pasado ocurrieron y en el pasado quedaron, voces que si de él llegaran ahora serían como algo sobrenatural del otro mundo.

Posó la mano en el teléfono, esperó aún, como si quisiera darle la última oportunidad de callarse, y al fin levantó el auricular creyendo saber exactamente qué le esperaba, Es el señor Silva, preguntó la telefonista, y él respondió, lacónico, Sí, Como nadie lo cogía, iba ya a colgar, Desea algo, Yo no, es la doctora María Sara quien quiere hablar con usted, un momento. Hubo una pausa, ruidos que debían ser de conmutación, tiempo bastante para que Raimundo Silva pudiera pensar, Se llama María Sara, en parte acertó, sin saberlo, porque si es verdad que se había quedado dormido con el dedo revelador sobre el nombre de María, también es cierto que de eso no guardaba recuerdo, que al despertar, levantando la cabeza de la mano abierta sobre el libro, y frotándose luego los ojos con las dos manos, retiró de la página aquella precaria señal de orientación, dispondría sólo de las dos referencias extremas y sabría, cuando mucho, que lo hallado estaría entre Manuela y Marula, nombres ésos, por otra parte, excluibles de inmediato por ser radicalmente inadecuados a la personalidad de la persona o personaje. La telefonista dijo, Le conecto, es un anuncio corriente entre telefonistas, lugar común de la profesión, y con todo son palabras que prometen consecuencias, tanto para bien como para mal, Le conecto, dijo, indiferente al destino que utiliza sus servicios, y no repara en lo que está diciendo, Junto, aprieto, tomo, ato, lío, fijo, uno, aproximo, vinculo, relaciono, asocio, en su idea se trata sólo de poner en comunicación a dos personas, pero ese mismo acto sencillísimo, observémoslo, transporta ya consigo riesgos más que suficientes para que no lo acometamos con liviandad. No obstante, de nada sirven los avisos, pese a que la experiencia nos demuestra diariamente que cada palabra es un peligroso aprendiz de brujo.

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