Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Despertó algunas veces durante la noche, sobresaltado, como si alguien lo hubiera sacudido. Mantenía los ojos cerrados, tratando de defenderse del insomnio, y poco después pasaba del torpor inquieto a otro inquieto sueño, pero sin sueños. A última hora de la noche empezó a llover, el tejadillo del mirador era siempre el primero en dar la señal, aunque la lluvia fuera leve, y Raimundo Silva despertó con el rumor continuo de las gotas cayendo y resonando, lentamente abrió los ojos para recibir la luz cenicienta que apenas empezaba a insinuarse por los resquicios de la ventana. Como acontece casi siempre a quien despierta a esta hora, volvió a caer en el sueño, esta vez agitado de sueños, luchando con una preocupación, si tendría tiempo de teñirse el pelo, que lo necesitaba, y si sería capaz de hacerlo tan bien que no se viera que era teñido. Cuando despertó eran más de las nueve y su pensamiento inmediato fue, No tengo tiempo, luego encontró que sí. Entró en el cuarto de baño y, entornando los ojos, despeinado, con cara ceñuda, se examinó a la luz fuerte de las dos bombillas que iluminaban el espejo, una a cada lado. Las raíces blancas eran melancólicamente visibles, no bastaría ahuecarse el pelo para disimularlas, el remedio era teñirlo. Despachó en pocos segundos el desayuno, sacrificando el ya conocido apetito de tostadas con mantequilla, y volvió al cuarto de baño, donde se encerró para proceder a su particular acuñado de moneda falsa, en fin, a la aplicación del producto, como se decía en el prospecto de la caja. Cuando se teñía el pelo se encerraba siempre, aunque siempre estuviera solo en casa, hacía en secreto lo que, debería saberlo, no era secreto para nadie, y ciertamente caería muerto de vergüenza si un día lo sorprendiera alguien en lo que él mismo consideraba una lastimosa operación. Igual que el de la doctora María Sara, su pelo, en los tiempos de la verdad, era castaño, pero ahora sería imposible comparar los tonos de uno y otro, de naturaleza a naturaleza, porque el de Raimundo Silva se presenta con una tonalidad uniforme que recuerda irremisiblemente una peluca abandonada y roída de polillas, olvidada y de nuevo hallada en un sótano, confundida con antiguas imágenes, muebles, adornos, cachivaches, máscaras de otro tiempo. Faltaba poco para las once y media cuando estuvo dispuesto para salir, atrasadísimo, si no tenía la suerte de encontrar de inmediato un taxi, tendría que recordar una nueva cita, ésta de un viejo refrán, Sobre caída, coz, expresión sintética y penetrante que se puede traducir por Después de un no, un demasiado tarde, que sería, sin duda, la versión más adecuada al caso. Le favoreció vivir en la Rua do Milagre de Santo António, pues sólo un milagro podía hacer que, en calle tan yerma, y en un día así, de lluvia, apareciera un taxi libre que paró cuando le hicieron la señal y no hizo, él, señal de que llevaba otro destino. Raimundo Silva entró, feliz, dio la dirección de la editorial, pero luego, cuando tuvo ya el paraguas acomodado, se llamó idiota, su ansiedad se manifestaba de dos maneras distintas, el temor de ir, el deseo de llegar, la editorial había pasado a ser para él un sitio detestado, y, por otro lado, no era sólo por llegar puntualmente a las doce por lo que daba prisa al conductor, Tengo prisa, con riesgo de crearse un enemigo en alguien que había empezado a manifestarse como instrumento de milagro. Descender a la ciudad baja costó su tiempo, avanzar en medio de un tránsito que la lluvia demoraba fue chapotear en maleza, Raimundo Silva sudaba de impaciencia, al fin, pasaban ya diez minutos cuando entró en la editorial, bufando, en el peor estado de espíritu deseable para una cita en la que iban a discutirse responsabilidades nuevas y, seguramente, traer de nuevo a colación agravios recientes.

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