Читаем La chica del tambor полностью

Gracias a Leon, el estilo de la prosa de Charlie no era menos exacto que su caligrafía. Charlie se ruborizó materialmente al comprobar con cuánta perfección habían sabido imitar sus coloristas hipérboles, sus incursiones en torpes e inacabadas argumentaciones pseudo- filosóficas, su furia violenta y feroz contra el gobierno conservador, a la sazón en el poder. A diferencia de Michel, las referencias que Charlie hacía a sus actos de amor físico eran gráficas, explícitas. Las referencias a sus padres eran insultantes. Y cuando se refería a su propia infancia se mostraba airada y vengativa. Charlie conoció a la Charlie romántica, a la Charlie penitente, y a la Charlie mala bestia y caradura. Conoció aquella faceta suya que Joseph denominaba «la árabe que llevas dentro», o sea la Charlie enamorada de su propia retórica, cuya idea acerca de la verdad no estaba inspirada en lo realmente ocurrido, sino en lo que hubiera debido ocurrir. Cuando Charlie hubo leído todas las cartas, formó con ellas un montón, juntando las de los dos, y, cogiéndose la cabeza con las manos, leyó de nuevo íntegramente la correspondencia: sus cinco cartas por cada una recibida de Michel, las contestaciones suyas a las preguntas de Michel, y las evasivas de Michel a sus preguntas.

Por fin, y sin levantar la cabeza, Charlie dijo:

- Gracias, Joseph. Muchísimas gracias. Si me prestas un instante esa linda pistola que tenemos a medias, saldré del cuarto y me pegaré un tiro.

Kurtz rió a grandes carcajadas, pero parecía ser el único que experimentaba alegría en aquel cuarto. Dijo:

- Vamos, vamos, querida Charlie, no eres justa para con nuestro amigo Joseph. Todo fue labor de una comisión. Fueron muchos los que trabajaron en estas cartas,

Kurtz tenía que formular una última petición: Se trata de los sobres que contienen tus cartas, querida. Si, Kurtz los tenía allí. Todavía no estaban franqueados y no llevaban matasellos como es natural, y asimismo Kurtz aún no había metido las cartas en los sobres, con el fin de que Michel cumpliera con el requisito puramente formal de abrir los sobres. Dijo que se trataba de una cuestión de huellas dactilares. Primero las tuyas, querida, después las de los funcionarios de correos, y, por fin las de Michel. Pero tampoco había que olvidar el detalle de la saliva. Si, el sobre y los sellos debían ser pegados con la saliva de la propia Charlie, cuya saliva, sometida a análisis, revelaría su grupo sanguíneo, no fuera que algún ser astuto tuviera la idea de pedir comprobaciones al respecto, ya que no debemos olvidar que entre los enemigos hay gente astutísima, cual tu excelente, excelentísimo, trabajo nos reveló, o mejor dicho, nos confirmó, anoche.

Charlie recordó el largo y paternal abrazo que Kurtz le dio, ya que en el momento en que se lo dio pareció tan inevitable y necesario como la propia paternidad. Sin embargo, Charlie no guardó el más leve recuerdo de la despedida de Joseph, la última de toda una serie de despedidas, no, no recordó el modo en que se despidieron, ni el lugar en que lo hicieron. Recordó la sesión de información. Recordó el regreso a Salzburgo, que hizo en la parte trasera de la camioneta de Dimitri, en un trayecto de hora y media, y sin hablar a partir del anochecer. De la misma manera, recordó su aterrizaje en Londres, más sola de lo que jamás había estado en toda su vida, y recordó el olor de la tristeza londinense que la recibió incluso cuando aún se hallaba en la pista de aterrizaje, aportándole de nuevo a la mente qué fue aquello que la encaminó hacia la adopción de medidas radicales: la maligna negligencia de las autoridades y la acosada desesperación de los vencidos. Había huelga de celo de maleteros y una huelga de ferrocarriles. El lavabo de mujeres parecía una cárcel. Como de costumbre, el aburrido funcionario de aduanas la detuvo y la interrogó. Con la diferencia de que en esta ocasión Charlie dudó si acaso aquel individuo tenía otra razón para interrogarla, además de la de charlar con ella.

Volver a casa es como ir al extranjero, pensó Charlie mientras se ponía en la resignada cola que formaban los que iban a tomar el autobús. Bueno, lo mejor sería mandarlo todo al cuerno, y comenzar de nuevo.


15


Перейти на страницу:

Похожие книги