Kurtz hizo una pausa para permitir que Alexis anotara todo lo anterior. Después de haber recibido evidentes seguridades de que podía continuar, Kurtz así lo hizo:
- En las veinticuatro horas siguientes, hacia el mediodía, se presentará usted en la oficina principal de Correos de Munich y recogerá una carta dirigida a usted, con nombre y apellidos, dejada en poste restante. Allí encontrará la identidad del primer culpable, que será una chica holandesa, y recibirá asimismo datos referentes a la intervención de esa muchacha en anteriores incidentes.
Ahora, Kurtz dio sus órdenes a velocidad de dictado, y con gran autoridad: no se efectuarán investigaciones en el centro de Munich hasta el día catorce; los resultados de las pruebas forenses deberán ser enviados primeramente y con carácter exclusivo al doctor Alexis, y no se distribuirán hasta que los haya visto y examinado el propio Kurtz; las comparaciones públicas con otros incidentes sólo se harán previa la aprobación de Kurtz.
Al oír que su agente comenzaba a rebelarse, Kurtz apartó el aparato de su oído, para que Becker pudiera oír también el doctor Alexis:
- Pero, Marty, mi querido amigo, escuche, debo preguntarle algo de esencial importancia, ya que…
- Pregunte.
- ¿Qué es lo que buscamos, en este caso concreto? A fin de cuentas un accidente no es una tontería, Marty. Esto es una democracia civilizada, y ya comprende usted, Marty, lo que quiero decir con ello.
En el caso de que Kurtz lo supiera, se abstuvo de confesarlo. Alexis siguió hablando:
- Escuche. Debo exigirle algo, Marty, sí, insisto en que es una exigencia. No quiero daños, ni heridos ni muertos. Es una condición imperativa. ¿Comprende lo que le quiero decir?
Kurtz lo comprendió muy bien, tal como lo demostraron sus tersas frases:
- Paul, tengo la seguridad de que no se producirán daños en bienes alemanes. Alguna avería quizá. Pero daños propiamente dichos, no.
Sintiendo resurgir su alarma, Alexis gritó:
- ¿Y lesiones y muertes? ¡Por el amor de Dios, Marty, que aquí no somos un hatajo de primitivos!
Una gran calma dominó la voz de Kurtz:
- Paul, no se derramará sangre inocente. Tiene usted mi palabra. Ni un solo ciudadano alemán sufrirá siquiera un arañazo.
- ¿Puedo estar cierto de ello?
Kurtz repuso:
- No le queda más remedio.
Y colgó el aparato sin dar su número de teléfono.
En circunstancias normales, Kurtz no hubiera utilizado el teléfono con tanta libertad, pero, teniendo en consideración que, actualmente, el encargado de intervenir teléfonos era el propio Alexis, Kurtz estimó que podía correr esa clase de riesgo.
Litvak llamó diez minutos después. Kurtz le dijo: «Adelante, tienes luz verde, hazlo.»
Los dos esperaron. Kurtz junto a la ventana, y Becker de nuevo sentado en la silla, mirando el inquietante cielo nocturno. Kurtz agarró la manecilla de la ventana y abrió ambas hojas de par en par, dejando que en el cuarto penetrase el zumbido del tránsito en la autopista.
Como si se hubiera pillado a sí, mismo en una actitud negligente, Kurtz dijo:
- ¿A santo de qué correr riesgos innecesarios?
Becker comenzó a hacer cuentas a velocidad de soldado. Tanto tiempo para que los dos quedaran en posición. Tanto tiempo para las últimas comprobaciones. Tanto tiempo para emprender la retirada. Tanto tiempo para que se produjera una interrupción del tránsito en ambas direcciones. Tanto tiempo para preguntarse cuál es el valor de la vida humana, incluso en el caso de aquellos que conculcan totalmente su naturaleza. Y de aquellos que tal no hacen.