Como de costumbre fue el estallido más fuerte que todos habían oído en su vida. Más fuerte que el de Godesberg, más fuerte que el de Hiroshima, más fuerte que el de todas las batallas jamás libradas. Sentado en su silla, mirando más allá de la silueta de Kurtz, Becker vio una bola de color anaranjado que estallaba a la altura del suelo, y que luego se desvanecía, llevándose consigo las últimas estrellas y la primera luz del día. El estallido fue seguido de inmediato por un aceitoso humo negro que llenó el espacio vaciado por los gases expansivos. Vio cascotes volando por los aires, y un chorro de fragmentos negros que salía disparado y girando sobre sí mismo detrás del estallido, sin saber exactamente qué eran aquellos fragmentos, ruedas, una porción de asfalto, restos humanos… Vio como la cortina acariciaba amorosamente el desnudo brazo de Kurtz, y sintió el calor propio de un secador de cabello. Oyó el zumbido, parecido al que producen los insectos, causado por objetos duros que, al temblar, se rozaban entre sí, y mucho antes de que este zumbido se acallara, oyó los primeros gritos de indignación, los ladridos de perros, el paso de pies que avanzaban arrastrándose, calzados con zapatillas, por los pasillos cubiertos que unían los chalets, y oyó voces que decían las tontas frases que se dice la gente en las películas cuando se hunde un barco: «¡Mamá! ¡Mamá, mamá!» «¡He perdido las joyas!» Oyó la voz de una mujer, presa de la histeria, que aseguraba que llegaban los rusos, y oyó otra voz igualmente aterrada que decía a la mujer que no pasaba nada, ya que sólo había estallado un depósito de petróleo. Alguien dijo que era cosa de los militares, y que era una vergüenza las cosas que los militares transportaban de noche. Junto a la cama había una radio. Mientras Kurtz seguía junto a la ventana, Becker puso la radio en marcha, que comenzó a difundir un programa local centrado en conversaciones para insomnes, y la mantuvo conectada con dicha estación, en espera de que se interrumpiera el programa para dar la información de emergencia. Acompañado por el gemido de una sirena, un automóvil de la policía, destellante, intermitente su luz azul, avanzaba a toda velocidad por la autopista. Luego, no pasó nada. Después un coche de bomberos, y luego una ambulancia. El programa de la radio fue interrumpido, y se dio la primera noticia. Se había producido una misteriosa explosión al Este de Munich, sin que se supieran las causas ni otros detalles del hecho. La auto-pista había quedado cerrada al tránsito en ambas direcciones, y se advertía a los conductores que debían seguir las rutas alternativas.
Becker cerró la radio y encendió las luces. Kurtz cerró la ventana y corrió las cortinas. Luego se sentó en la cama y se quitó los zapatos sin desanudar los cordones.
Como si, de repente, algo le hubiera refrescado la memoria, Kurtz dijo:
- A propósito, Gadi, no hace mucho, unos días tan sólo, estuve hablando con nuestra gente en la embajada de Bonn. Les pedí que practicaran ciertas investigaciones sobre las finanzas de esos polacos con los que tú trabajabas en Berlín…
Becker nada dijo. Kurtz siguió:
- Bueno, pues parece que las noticias no son buenas, ni mucho menos. Creo que tendremos que buscar más dinero para ti o, de lo contrario, otros polacos…
Al no recibir respuesta, siquiera ahora, Kurtz levantó despacio la cabeza y vio a Becker que le miraba fijamente desde la puerta, y algo había en la apostura de Becker, el más alto de los dos hombres, que irritó gravemente a Kurtz, quien dijo:
- ¿Acaso quiere usted decirme algo, señor Becker? ¿Es que tiene que hacer alguna alegación de carácter moral que deje tranquilizada su mente?
Al parecer, Becker nada tenía que decir. Se fue, cerrando suave-mente la puerta a su espalda.
Kurtz tenía que hacer una última llamada telefónica. Se trataba de una llamada a Gavron, directamente a su casa. Alargó la mano para coger el teléfono, dudó, y retiró la mano. Que espere, pensó, mientras la ira volvía a surgir en su fuero interno. De todas maneras, le llamó. Comenzó a hablar suavemente, con sentido común, y como si todo estuviera dominado. Siempre comenzaban a hablar de esta manera. Utilizaban el inglés. Y se servían de los nombres falsos correspondientes a cada uno de ellos, en aquella semana.
- Nathan, soy Harry. Hola. ¿Cómo está tu mujer? Magnífico, dale también mis recuerdos. Nathan, dos cabras locas, jóvenes por cierto, han pillado un fuerte resfriado. Esto seguramente gustará a la gente que de vez en cuando nos pide que le demos una satisfacción.
Al escuchar la respuesta de Gavron, seca, imparcial, oficialesca, Kurtz comenzó a temblar. Pero, a pesar de todo, consiguió mantener el tono sereno de su voz:
- Nathan, me parece que ahora comienza tu gran momento. Por mi culpa has tenido que aguantar ciertas presiones, para que esa cosa madurase. Te he hecho promesas y las he cumplido, ahora hace falta que tengas un poco de confianza, un poco de paciencia.