- ¿No tendrás por casualidad un poco de hachís para este pobre hombre, Smith?
- ¡Largo! -dijo ella.
Accediendo pasivamente a la voluntad de Charlie, se le acercó arrastrando los pies. Luego se detuvo y levantó la cabeza, y se quedó quieto; ella se sintió muy violenta al ver que los ojos agotados y sin personalidad del norteamericano se habían llenado de lágrimas y que, con un nudo en la garganta, la miraba con una infantil expresión de súplica.
- Tayeh no quiere permitirme que salte del tiovivo en marcha -se quejó el norteamericano. Su acento del profundo Sur había dado paso a un acento corriente de la Costa Este-. Cree que mis baterías ideológicas se han descargado. Y me temo que acierta. Es como si ya no me acordara del razonamiento según el cual cada bebé muerto es un paso hacia la paz mundial. Lo cual es una lata para quien ha matado a unos cuantos. Tayeh se lo toma muy deportivamente. Es un tipo deportivo. ((Si quieres irte, vete», dice. Y señala al desierto. Deportivamente.
Como un pordiosero desconcertado, cogió la mano derecha de Charlie entre las suyas y se quedó mirando la palma vacía.
- Me llamo Halloran -explicó, como si a él mismo le costara recordarlo-. Donde dice Abdul debes leer Arthur J. Halloran. Y si alguna vez pasas delante de alguna embajada de Estados Unidos, te estaría agradecidísimo si dejaras una nota diciendo que Arthur Halloran, el que fuera miembro de la troupe de Boston y de Vietnam, y últimamente soldado de ejércitos no tan oficiales, desearía regresar corriendo a casa y pagar la deuda que ha contraído con la sociedad antes de que esos macabeos locos aparezcan por esas colinas y nos hagan papilla a todos. ¿Querrás hacerme este favor, Smith? Al fin y al cabo, a la hora de la verdad nosotros, los anglosajones, somos superiores, ¿no te parece?
Ella no podía apenas moverse. Una irresistible sensación de mareo la había invadido con la misma fuerza que la primera sensación de frío que tiene un cuerpo muy malherido. Lo único que quería era irse a la cama. Con Halloran. Para proporcionarle el consuelo que pedía y extraerle a cambio otro tanto. No le importaba que a la mañana siguiente él pudiese delatarla. Que lo hiciera. Lo único que sabía es que no soportaba, ni una noche más, aquella infernal celda vacía.
El retenía todavía su mano. Ella le dejó, matando el tiempo como un suicida que mira anhelante desde el alféizar de una ventana la calle que está muy abajo, a sus pies. Después, haciendo un tremendo esfuerzo, se liberó, y con las dos manos a la vez empujó el esquelético cuerpo del norteamericano, que no ofreció resistencia, hacia el exterior.
Se sentó en la cama. Era, sin duda, la misma noche. Podía oler todavía el cigarrillo de él. Ver la colilla apagada en el suelo.
«Si quieres irte, vete», dijo Tayeh. Luego señaló al desierto. «Tayeh es un tipo muy deportivo.»
«No hay miedo que se le pueda comparar -había dicho Joseph-. Tu valentía será como el dinero, irás gastándola, cada vez más, y una noche te mirarás los bolsillos y estarás sin un céntimo. Entonces es cuando empieza la verdadera valentía.
»No hay más que un principio lógico -había dicho Joseph-, tú. No puede quedar más que un superviviente, tú. No hay más que una persona en la que puedes confiar, tú.»
Se quedó junto a la ventana, preocupada por la arena. No había pensado que la arena pudiera remontarse tan alto. De día, domada por el ardiente sol, yacía dócil y baja, pero cuando, como en este momento, brillaba la luna, se hinchaba formando inquietos conos que saltaban de un horizonte a otro, y supo que con el tiempo acabaría derramándose hasta el barracón a través de la ventana, y la dejaría tiesa en pleno sueño.