- No siento necesidad de hacerlo.
- Siéntate.
Ella hizo lo que le ordenaban. Miraba con fiereza hacia un punto situado a un lado de él, algún punto odiado de su propio horizonte. En su interior había ido más allá del punto en que él hubiera tenido algún derecho a conocerla. «Ya he aprendido lo que me enviaste a aprender aquí. Echate la culpa a ti mismo si no me entiendes.»
- En una carta que escribiste a Michel hablabas de un hijo. ¿Tienes un hijo? ¿De él?
- Me refería a la pistola. Dormíamos con ella.
- ¿Qué clase de pistola?
- Una Walther. Se la dio El Jalil a él.
Taveh suspiró.
- Si estuvieras en mi lugar-dijo por fin, volviendo la cabeza a otro lado para no mirarla-, y tuvieras que arreglar el asunto de Halloran (que quiere irse a casa, pero sabe demasiado), ¿qué harías con él?
- Neutralizarle.
- ¿Pegarle un tiro?
- Eso es asunto tuyo.
- Sí. Lo es. -Volvía a estudiar su pierna mala, sosteniendo su bastón encima de ella, en paralelo-. Pero ¿por qué habría que ejecutar a un hombre que ya está muerto? ¿Por qué no podríamos dejarle que trabajara para nosotros?
- Porque es un traidor.
Una vez más Tayeh pareció no querer entender la lógica a la que obedecía la actitud de
ella.
- Halloran se acerca a muchos de los que pasan por este campamento. Siempre lo hace por algún motivo. Es nuestro buitre, y nos señala los sitios donde hay debilidad y enfermedad. Nos señala a los posibles traidores. ¿No crees que sería una tontería librarse de una criatura tan útil? ¿Te acostaste con Fidel?
- No.
- ¿Porque es latino?
- Porque no quería acostarme con él.
- ¿Y con los chicos árabes?
- No.
- Me parece que eres muy quisquillosa.
- No lo fui con Michel.
Soltando un suspiro de perplejidad, Tayeh tomó un tercer trago de whisky.
- ¿Quién es Joseph? -preguntó en un tono ligeramente quejumbroso. ¿Quién es Joseph, por favor?
¿Había por fin muerto la actriz que había sido? ¿O estaba tan reconciliada con el teatro de la realidad que había desaparecido la diferencia entre la vida y el arte? No se le ocurría ni una sola de las respuestas de su repertorio; no tenía a la sensación de estar eligiendo entre diversas formas de interpretación. No pensó en la posibilidad de desplomarse en el suelo y quedarse quieta sobre sus losas. No sintió la tentación de embarcarse en una dramática confesión, de revolcarse por el suelo admitiendo su culpa, vendiendo todos los secretos que conocía a cambio de su vida, que le habían dicho que era la última opción que le quedaba, y que le habían permitido utilizar. Estaba furiosa. Estaba hartísima de ver cómo sacaban a rastras su integridad y la desempolvaban y la sometían a nuevos escrutinios cada vez que alcanzaba otro hito en su camino hacia la revolución de Michel. De modo que lo que hizo fue lanzarle sin pensar una réplica -una carta cogida bruscamente de la parte superior de la baraja-, lo tomas o lo dejas, y vete al infierno.
- No conozco a ningún Joseph.
- Anda. Piensa. En Mikonos. Antes de que fueras a Atenas. Uno de tus amigos, en una conversación intrascendente con alguien que te conocía, fue oído mencionar a Joseph, que había entrado en vuestro grupo. Dijo que Charlie estaba absolutamente cautivada por él.
No quedaban barreras ni curvas. Las había dejado todas atrás, y ahora avanzaba libremente.
- ¿Joseph? ¡Ah, ese Joseph! -dejó que su cara denotara el retrasado recuerdo, y, en el mismo momento, que se nublara de repugnancia.
- Le recuerdo. Era un grasiento judío que se enganchó a nuestro grupo.
- No hables así de los judíos. No somos antisemitas. Somos simplemente antisionistas.
- Oh, sí, desde luego! -cortó ella.
A Tayeh le interesó esta reacción.
- ¿Estás llamándome mentiroso, Charlie?
- Fuera o no un sionista, era un pelotillero. Me recordaba a mi padre.
- ¿Era judío tu padre?
- No. Era un ladrón.
Tayeh estuvo pensando en esto un buen rato, utilizando primero la cara de ella, y luego todo su cuerpo, como término de referencia para las dudas que quizás albergaba todavía. Le ofreció un cigarrillo, pero ella no lo aceptó: su instinto le aconsejó que no diera ese paso hacia él. Tayeh volvió a golpearse el pie malo con el bastón.
- Esa noche que pasaste con Michel en Tesalónica, en el viejo hotel, ¿la recuerdas?
- ¿Y qué pasa?
- El personal del hotel oyó gritos en vuestra habitación cuando ya era casi de madrugada.
- ¿Y qué quieres saber?
- No me empujes, por favor. ¿Quién gritaba esa noche?
- Nadie. Se confundieron de puerta cuando se metieron a fisgonear.
- ¿Quién gritaba?
- Nosotros no gritábamos. Michel no quería que me fuese. Eso es todo. Temía por mí.
- ¿Y tú?
Era una historia que había fabricado con ayuda de Joseph, el momento en que ella era más fuerte que Michel.
- Le dije que le devolvería su brazalete.
Tayeh asintió con la cabeza.
- Lo cual explica la posdata de tu carta: «Me alegró muchísimo quedarme al final con el brazalete.» Y, naturalmente, no hubo gritos. Tienes razón. Perdona mi simple trampa árabe.