- ¿Qué dice exactamente la argumentación que utiliza usted? -preguntó benignamente Kurtz.
La esposa de Minkel regresó con una bandeja de pastas caseras.
- ¿Ya está pidiéndote otra vez que te conviertas en un delator? -preguntó-. Si te lo pide, dile que no. Y cuando le hayas dicho que no, dile que no otra vez, hasta que se entere. ¿Qué crees que te hará? ¿Golpearte con una porra de caucho?
- Señora Minkel, no estoy pidiéndole eso que usted dice, en absoluto -dijo Kurtz, imperturbable.
Dirigiéndole una mirada de paciente incredulidad, la señora Minkel volvió a retirarse.
Pero Minkel apenas esperó. Si había notado la interrupción, la ignoró. Kurtz le había dirigido una pregunta; Minkel, que rechazaba todo cuanto supusiera oponer barreras al conocimiento, porque le parecía inaceptable, se disponía a contestarle.
- Le diré exactamente cómo funciona la argumentación, señor Spielberg -contestó solemnemente-. Mientras tengamos un Estado judío pequeño, podremos avanzar democráticamente, como judíos, hacia nuestra realización como tales judíos. Pero cuando ampliemos nuestro Estado e incorporemos en él a muchos árabes, tendremos que elegir. -Y le mostró a Kurtz las alternativas con sus manos pecosas-. De este lado, democracia sin realización del judaísmo; de este otro, realización del judaísmo sin democracia.
- ¿Cuál es, por lo tanto, la solución, profesor? -preguntó Kurtz.
Las manos de Minkel volaron por el aire en un despectivo ademán de impaciencia universitaria. Parecía haber olvidado que Kurtz no era alumno suyo.
- ¡Muy sencilla! ¡Retirarnos de Gaza y de la Orilla Occidental antes de que perdamos nuestros valores! ¿Qué otra solución podría haber?
- ¿Y cuál es la reacción de los propios palestinos a esta propuesta, profesor?
La anterior seguridad del catedrático fue sustituida por cierta tristeza.
- Me llaman cínico -dijo.
- ¿Ah, sí?
- Según ellos, quiero conseguir a la vez un Estado judío y las simpatías de todo el mundo, y por eso dicen que soy un agente subversivo y contrario a su causa. -La puerta volvió a abrirse y entró la señora Minkel con la cafetera y las tazas-. Pero no soy subversivo -dijo con desesperación el profesor, aunque, ante la entrada de su esposa, no añadió nada más.
- ¿Subversivo? -repitió como un eco la señora Minkel, dejando de golpe la bandeja de la vajilla y sonrojándose-. ¿Está usted llamando subversivo a Hansi? ¿Porque decimos lo que pensamos sobre lo que le está pasando a este país?
Kurtz no hubiera podido hacerla callar aunque lo hubiese intentado, pero de hecho ni siquiera hizo el menor esfuerzo en este sentido. Le bastaba dejar que siguiera su carrera hasta agotarse.
- ¿Y las palizas y torturas en Golán? ¿Y no los tratan en la Orilla Occidental peor que las SS? ¿Y en el Líbano y en Gaza? Incluso aquí, en Jerusalén, les dan bofetadas a los críos por el solo hecho de ser árabes. ¡Y nos llama subversivos porque nos atrevemos a hablar de la opresión, simplemente porque nadie nos oprime a nosotros, judíos de Alemania! ¿Nosotros somos subversivos para Israel?
- Aber, Liebchen… -dijo el profesor, enrojeciendo de embarazo.
Pero la señora Minkel era evidentemente una dama acostumbrada a decir todo lo que tenía que decir.
- No pudimos frenar a los nazis, y ahora no podemos frenarnos a nosotros mismos. Conseguimos una patria, ¿y qué es lo que hacemos? Al cabo de cuarenta años nos inventamos otra tribu perdida. ¡Qué idiotez! Y si no lo decimos nosotros, será el mundo quien lo dirá. El mundo ha empezado ya a decirlo. ¡Lea los periódicos, señor Spielberg!
Como si estuviera cubriéndose para evitar un golpe, Kurtz había levantado el antebrazo hasta situarlo entre su cara y la de ella. Pero la señora Minkel no había ni mucho menos terminado.
- Esa Ruthie… -añadió, con una mueca despectiva-. Era muy inteligente, estudió aquí casi tres años con Hansi. ¿Y qué hace luego? Ingresa en el aparato.
Kurtz bajó la mano y reveló que estaba sonriendo. No era una sonrisa burlona ni enfurecida, sino que denotaba el confundido orgullo de un hombre que amaba verdaderamente la asombrosa variedad de su raza. Estaba diciendo «por favor», apelaba al profesor, pero la señora Minkel tenía aún muchísimas cosas sabrosas que decir.
Finalmente, sin embargo, calló, y después de que lo hiciera Kurtz le preguntó si no quería sentarse también ella para oír lo que había ido a discutir con ellos. De modo que la señora Minkel se colgó en lo alto del taburete otra vez, en espera de que la desenojasen.