Читаем La chica del tambor полностью

Siéntate lo más cerca posible del tablón de salidas, había ordenado Tayeh. Lo hizo así, y sacó de la maleta un libro sobre plantas alpinas, ancho y delgado, como un manual de colegiala. Lo abrió, y lo puso sobre las piernas, de manera que pudiera leerse el título. Lucía una insignia redonda en la que ponía «Salvad a las ballenas», y ésa era la otra señal, dijo Tayeh, porque de ahora en adelante El Jalil necesita que haya siempre dos cosas: dos planes, dos señales, un segundo sistema en todo, por si falla el primero; otra bala más, en caso de que el mundo continúe vivo.

«El Jalil no confía en nada la primera vez», había dicho Joseph. Pero Joseph estaba muerto y enterrado desde hacía mucho tiempo, un profeta de su adolescencia ya descartado. Ella era la viuda de Michel, y el soldado de Tayeh, y había venido para alistarse en el ejército del hermano de su amante muerto.

Un soldado suizo estaba mirándola, un hombre mayor que llevaba una Heckler amp; Koch. Charlie volvió la página. La Heckler era su favorita. En el último entrenamiento, de cien tiros, había hecho ochenta y cuatro blancos. Era la puntuación más alta, lo mismo para hombres que para mujeres. De reojo, vio que seguía mirándola. Pensó con rabia: voy a hacerte lo que Bubi hizo una vez en Venezuela. A Bubi le habían mandado matar a un policía fascista cuando saliera de su casa por la mañana, una hora muy conveniente. Bubi se escondió en el quicio de una puerta, y esperó. Su víctima llevaba un arma bajo el brazo, pero era también un hombre muy familiar, al que le gustaba jugar con sus hijos. En el momento en que salía, Bubi sacó una pelota del bolsillo, y la echó a rodar detrás de él. Una pelota de niño que viene dando botes, ¿qué hombre que tenga hijos no se agacharía instintivamente para cogerla? En el momento en que lo hacía, Bubi salió de su escondite y le mató. ¿Porque quién puede disparar un arma mientras está cogiendo una pelota de goma?

Alguien estaba intentando ligar con ella. Con pipa, zapatos de piel de cerdo, pantalones de franela grises. Vio que rondaba por allí, y se acercaba.

- Perdone, ¿habla inglés?

Lo de siempre, un tipo inglés de clase media, rubio, de unos cincuenta años y gordo. Disculpándose con una mentira. «No, no lo hablo -le apeteció decirle-. Sólo miro las fotos.» Odiaba tanto a esos tipos, que sintió verdadero asco. Le echó una mirada furibunda, pero el tío no se movió.

- Se lo digo únicamente porque este sitio es espantosamente aburrido -dijo-. He pensado si le gustaría tomar una copa conmigo. Nada más. Le sentará bien.

No le dio las gracias, dijo simplemente:

- Mi papá dice que no debo hablar con desconocidos.

El hombre esperó un poco, y luego se marchó furioso, mirando si había por allí algún policía para denunciarla. Volvió a su estudio del edelweiss común, y a escuchar los pasos de los que iban llegando. Uno que pasaba de largo hacia la tienda de quesos. Otro, al bar. Unos pasos que se acercaban. Y se paraban.

- ¿Imogen? ¿Te acuerdas de mí? Soy Sabine.

Mirada. Pausa para reconocerse.

Un pañuelo de colores suizo, para ocultar el pelo corto y teñido de un color más o menos castaño. Sin gafas, pero si Sabine tuviera que ponerse unas gafas como las mías, cualquier fotógrafo malo podría sacarnos como gemelas. Una bolsa de viaje grande, de Franz Carl Weber, de Zurich, colgaba de su mano, lo que era la segunda señal.

- ¡Anda! Sabine. Eres tú.

Levantarse. Un besito en la mejilla. Qué sorpresa. ¿Adónde vas? El vuelo de Sabine va a salir en seguida. Qué pena que no podamos charlar un rato, pero así es la vida, ¿no es verdad? Sabine deja caer la bolsa de viaje a los pies de Charlie. Echamela un ojo. Descuida, Sabs. Sabine desaparece en «Señoras». Charlie registra el bolso, con todo atrevimiento, como si fuera suyo, saca un sobre atado con una cinta, palpa un pasaporte y un billete que hay dentro. Los sustituye en seguida por su propio pasaporte, su billete, y su tarjeta. Sabine vuelve, coge la bolsa, tiene que salir corriendo,. Charlie cuenta veinte, y va otra vez al retrete. Baastrup Imogen, Africa del Sur. Nacida en Johannesburgo tres años y un mes más tarde que yo. Destino Stuttgart, en una hora y veinte minutos. Adiós, chica irlandesa, bienvenida racista cristiana y reprimida de tierras remotas, que reclama su herencia de niña blanca.

Al salir de los lavabos, vio otra vez al soldado que estaba mirándola. Lo ha visto todo. Está a punto de detenerme. Cree que me he fugado, y no sabe lo acertado que está. No apartó la vista de él hasta que se marchó. Lo único que quería era tener algo que mirar, pensó la chica, y volvió a sacar su libro de flores alpinas.

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