- Usted es el señor Spielberg, del Ministerio del Interior -le informó ella con cierta reserva, mientras le daba la mano-. Hansi le está esperando. Bienvenido. Pase.
Abrió la puerta que daba a un diminuto estudio y allí vio sentado a Hansi, curtido y patriarcal como un Buddenbrook. Tenía un despacho demasiado pequeño para sus necesidades y hacía años que trabajaba así; sus libros y papeles estaban esparcidos a su alrededor por todo el suelo, en un orden que no podía ser fruto del azar. La mesa estaba puesta en un ángulo torcido a medio camino del saliente de una ventana, y el saliente era un semihexágono con delgadas ventanitas de cristales ahumados que parecían troneras para un arquero, y en la parte inferior tenía un banco empotrado. Levantándose cuidadosamente, Minkel avanzó con precaución y lleno de una dignidad celestial por la habitación hasta llegar a una isleta que no había sido invadida aún por su erudición. Su bienvenida no fue muy tranquila, y cuando se sentaban en el saliente de la ventana, la señora Minkel acercó un taburete y se instaló firmemente entre los dos, como si pretendiera juzgar si se jugaba limpio o no.
Hubo entonces un incómodo silencio. Kurtz esbozó la sonrisa apesadumbrada del hombre que está obligado a cumplir con su deber.
- Señora Minkel, siento decirle que hay un par de cuestiones que por motivos de seguridad mi departamento insiste en tratar primero solamente con su esposo -dijo. Y volvió a esperar, sonriendo todavía, hasta que el profesor le sugirió a su mujer que les preparase un café y le preguntó a Kurtz si lo quería con leche.
Lanzando una mirada de advertencia a su esposo desde el umbral, la señora Minkel se retiró a regañadientes. En realidad, apenas debía haber diferencia de edad entre aquellos dos hombres; pero Kurtz tuvo el cuidado de hablarle a Minkel como a un superior, porque eso era a lo que el catedrático estaba acostumbrado.
- Profesor, tengo entendido que nuestra amiga Ruthie Zadir habló con usted ayer mismo -empezó Kurtz con el respeto de quien se dirige a un enfermo desde la cabecera de la cama. Pisaba aquí terreno seguro porque había estado al lado de Ruthie cuando llamó al profesor, v había escuchado las palabras de ambos a fin de hacerse una idea de la clase de persona que era.
- Ruth fue una de las mejores alumnas que he tenido -observó el catedrático como quien recuerda una pérdida.
- Sin duda es también uno de nuestros mejores elementos -dijo Kurtz, mas expansivo-. Profesor, ¿tiene usted idea, por favor, del caracter del trabajo que realiza actualmente Ruthie?
Minkel no estaba en realidad acostumbrado a contestar preguntas que no hicieran referencia a su especialidad, y necesitó unos instantes de desconcertada concentración antes de responder.
- Creo que debería decir una cosa -dijo por fin con incómoda resolución.
Kurtz sonrió hospitalariamente.
- Si su visita a mi casa tiene relación con las tendencias o simpatías políticas de mis alumnos, lamento no poder colaborar con usted. No puedo aceptar la legitimidad de tales criterios. Lo siento, pero ya hemos discutido de esto con anterioridad. -Parecía repentinamente embarazado, tanto por sus pensamientos, como por su mal hebreo-. Yo estoy aquí porque creo en algo. Y cuando creemos en algo tenemos el deber de decirlo, pero aún es más importante actuar según esas creencias. Esa es mi actitud.
Kurtz, que había leído la ficha de Minkel, sabía exactamente cuál era la actitud del profesor. Era discípulo de Martin Buber, y miembro de un grupo idealista olvidado hacía tiempo que entre las guerras del 67 y el 73 había defendido la idea de llegar a una verdadera paz con los palestinos. Los políticos de derechas le llamaban traidor; y también lo hacían a veces los de izquierdas cuando recordaban aquella época. Minkel era un oráculo de la filosofía judía, de los primeros tiempos del cristianismo, de los movimientos humanistas alemanes y de unos treinta temas más; había escrito un libro en tres volúmenes sobre la teoría y la práctica del sionismo, con un índice tan abultado como un listín telefónico.
- Profesor -dijo Kurtz-, soy perfectamente consciente de cuál es su actitud en todas estas cuestiones y, desde luego, no tengo intención de interferir en modo alguno con su magnífica posición ética. -Hizo una pausa, dando tiempo a que sus palabras tranquilizaran plenamente a Minkel-. Por cierto, ¿puedo suponer que su próxima conferencia en la Universidad de Freiburg trata también de esta misma cuestión de los derechos individuales?
Los árabes, y sus libertades básicas…, ¿no es éste el tema de su conferencia del día veinticuatro?
El profesor no estaba dispuesto a aceptar aquello. Las definiciones imprecisas no le interesaban en lo más mínimo.
- El tema que trataré en esa ocasión es diferente. Se refiere a la realización del judaísmo por parte de los propios judíos por medio de la ejemplificación de la cultura y la moral judías, y no por medio de la conquista.