Kurtz eligió sus palabras con el mayor cuidado, con la mayor amabilidad. Dijo que lo que tenía que decirles era del máximo secreto. Ni siquiera Ruthie Zadir, les dijo, ni siquiera Ruthie Zadir -una magnífica funcionaria, que todos los días tenía que trabajar con numerosos asuntos secretos-, tenía noticia de aquello; lo cual no era cierto, pero no importaba. No había ido a verlos para hablar de los alumnos del profesor, dijo, y muchísimo menos a acusarle de subversión o a discutir sus magníficos ideales. Había acudido sola-mente a tratar de la próxima conferencia que el profesor tenía que pronunciar en Freiburg, debido a que había llamado la atención de ciertos elementos extraordinariamente negativos. Y finalmente habló con claridad.
- Esta es, pues, la triste realidad -dijo, e inspiró profundamente-. Si algunos de esos palestinos, cuyos derechos ha estado usted defendiendo con tanta valentía, logran realizar sus propósitos, el veinticuatro de este mes no va usted a pronunciar ninguna conferencia en Freiburg. De hecho, profesor, jamás volverá usted a pronunciar conferencias. -Hizo una pausa, pero su público no dio señales de querer interrumpirle-. Según las informaciones que obran actualmente en nuestro poder, es evidente que uno de los grupos menos intelectualizados de los palestinos le ha elegido a usted como un peligroso moderado, capaz de aguar el vino puro de su causa. Eso mismo que me ha referido usted antes, pero peor incluso. Le toman a usted por un defensor de la solución a la Bantustán para los palestinos. Le toman por una falsa luz, que podría conducir a los más débiles a hacer una nueva y fatal concesión a la bota sionista.
Pero hizo falta más, mucho más que la simple amenaza de muerte para convencer al profesor de que debía aceptar una versión no demostrada de los acontecimientos.
- Perdone -dijo en tono cortante-. Esa es exactamente la definición que hicieron de mí en la prensa palestina después de mi discurso en Beersheva.
- Precisamente de ahí es de donde la hemos sacado nosotros, profesor -dijo Kurtz gravemente.
24
Llegó a Zurich a primera hora de la noche. Luces de tormenta bordeaban la pista y brillaban delante de ella como el camino de su propia determinación. Su espíritu, tal como ella lo había preparado desesperadamente, era una acumulación de viejas frustraciones, maduradas y volcadas sobre el maldito mundo. Ahora sabía que no había en él ni una pizca de nada que fuese bueno; ahora había visto el dolor que era el precio de la riqueza de Occidente. Era la que había sido siempre: un desecho enfurecido, que tenía que valerse por sí misma; con la diferencia de que el Kalashnikov había sustituido ahora a sus inútiles rabietas. Las luces pasaban por delante de la ventanilla como restos ardiendo. El avión se había posado. Pero su billete decía Amsterdam y, en teoría, todavía tenía que aterrizar. «Las chicas solteras que vuelven de Oriente Medio son sospechosas -había dicho Tayeh al darle las últimas instrucciones en Beirut-. Lo primero que tenemos que hacer es darte una procedencia más respetable.» Fatmeh, que había ido a despedirla, fue más explícita: «El Jalil ha dado orden de que adquieras una nueva identidad cuando llegues.»
Al entrar en la sala de embarque desierta, tuvo la impresión de ser la primera pionera que ponía el pie en ella. Se oía sonar un disco, pero no había nadie para escuchar la música. Una tienda elegante vendía osos de chocolate y queso, pero estaba vacía. Fue al lavabo y se contempló a placer en el espejo. Miró su pelo corto y teñido de un color más o menos castaño. El mismo Tayeh había andado dando vueltas por el piso de Beirut mientras Fatmeh se lo trasquilaba. Nada de pinturas ni de «sex appeal», había dicho. Llevaba un traje marrón oscuro y unas gafas para mirar con cara de pocos amigos. Todo lo que necesito, pensó, es un sombrero de paja y una chaqueta deportiva con un escudo. Estaba muy lejos de ser la poule de luxe revolucionaria de Michel.
«Da recuerdos de mi parte a El Jalil», le había dicho Fatmeh, al darle un beso cuando se despidió de ella.
Rachel estaba en el lavabo de al lado, pero Charlie la caló en seguida. No le gustaba, no la conocía, y fue pura coincidencia que Charlie pusiera su bolso abierto entre las dos, con el paquete de Marlboros encima, como Joseph le había dicho que hiciera. Y tampoco vio la mano de Rachel, que cambiaba los Marlboros por un paquete suyo, ni el guiño rápido y tranquilizador que le hizo en el espejo.
No tengo más vida que ésta. No tengo más amor que Michel, ni tengo que guardar lealtad a nadie, como no sea al gran El Jalil.