El vuelo pareció durar cinco minutos. Un árbol de Navidad, ya pasado de moda, se alzaba en la sala de llegadas de Stuttgart, y había un aire de ajetreo familiar, y de gentes con ganas de irse a casa. Charlie vio las fotos de los terroristas buscadas por la policía, y tuvo la premonición de que iba a encontrarse con la suya. Pasó por inmigración sin pestañear; pasó por la ventanilla. Al acercarse a la salida, vio a Rose, su compañera sudafricana, apoyada en una mochila y medio dormida, pero Rose para ella estaba tan muerta como Joseph o como cualquier otro, y era tan invisible como Rachel. Se abrieron las puertas eléctricas, un remolino de nieve le dio en la cara. Se subió el cuello del abrigo, y echó a andar deprisa por la acera hacia el aparcamiento de los coches. Cuarta planta, había dicho Tayeh; al fondo, en el rincón de la izquierda, y busca una cola de zorro en la antena. Ella se había imaginado una buena cola de zorro rojo, colgando de la punta de la antena. Pero esa cola era una birria, una imitación de nylon, sucia, puesta en una anilla, y tendida como un ratón muerto sobre el capó del Volkswagen.
- Soy Saúl. ¿Cómo te llamas, guapa? -preguntó cerca de ella la voz de un hombre con acento norteamericano.
Por un momento, tuvo miedo de que Arthur J. Halloran, alias Abdul, hubiese vuelto a buscarla, y sintió un gran alivio al mirar detrás de la pilastra y encontrarse con un chico muy normal, apoyado contra la pared. Pelo largo, botas y una sonrisa indolente y natural. Y una insignia de «Salvad las ballenas» como la suya, prendida en la cazadora.
- Imogen -contestó ella, porque Tayeh había dicho que Saúl era el nombre que tenían que darle.
- Levanta la tapa, Imogen. Mete la maleta dentro. Ahora echa una ojeada a ver si ves a alguien. ¿No te molesta nadie?
Examinó detenidamente el aparcamiento. En la cabina de un camión Bedford, cubierto de margaritas, Raoul y una chica a la que no podía ver bien, estaban ya a medio camino de la consumación.
Dijo que no había nadie.
Saúl abrió la puerta del coche.
- Y ponte el cinturón, guapa -dijo al sentarse a su lado-. En este país tienen leyes, ¿sabes? ¿Dónde has estado, Imogen? ¿De dónde has sacado tu bronceado?
Pero las viudas dedicadas al crimen no se ponen a charlar con extraños. Saúl se encogió de hombros, encendió la radio, y escuchó las noticias en alemán.
La nieve hacía que todo pareciera bonito y que el tráfico fuera prudente. Se abrieron paso entre él y cogieron una carretera de doble vía bordeada de edificios. Los copos de nieve se lanzaban contra los faros. Terminaron las noticias y una mujer anunció un concierto.
- ¿Te gusta esto, Imogen? Es música clásica.
No la quitó, aunque no contestara. Mozart, desde Salzburgo, donde Charlie se había sentido demasiado cansada para hacer el amor con Michel la noche antes de que muriera.
Bordearon el centro de la ciudad y sus luces, y los copos de nieve volaban hacia allí como cenizas negras. Subieron un paso elevado y, desde arriba, vieron a unos niños con anoraks rojos que jugaban a tirarse bolas de nieve, en un patio de recreo alumbrado con luces de neón. Se acordó del grupo de niños que tenía en Inglaterra, hacía ya un montón de años. Lo estoy haciendo por ellos, pensó. Michel más o menos había pensado lo mismo. De alguna forma todos lo hacemos. Todos, menos Halloran, que ha dejado de comprenderlo. ¿Por qué se acordaba tanto de él? Porque dudaba, y la duda era lo que había llegado a darle más miedo. «Dudar es traicionar», le había advertido Tayeh.
Joseph también decía lo mismo.
Habían entrado en otro país, y la carretera era ahora como un río negro metido entre gargantas de campos blancos y bosques cargados. Perdió la noción del tiempo y luego la de las proporciones. Veía castillos de ensueño y pueblos en hilera que se destacaban sobre el cielo pálido. Las iglesias, que parecían de juguete con sus cúpulas en forma de cebolla, le daban ganas de rezar, pero ella ya era demasiado mayor para eso, y además la religión era una cosa para los débiles. Vio «ponies» que tiritaban y mordían balas de heno, y se acordó de todos los caballitos de su infancia, uno por uno. Cada vez que veía una cosa bonita, se le iba el corazón tras ella, y trataba de que se quedara allí, que se calmara. Pero no había nada que se detuviera, nada que dejara una huella en su mente; era como echar el aliento sobre un cristal bruñido. De cuando en cuando, les adelantaba un coche; una vez pasó a su lado una moto a toda velocidad, y le pareció reconocer la espalda de Dimitri, pero estaba ya fuera del alcance de los faros antes de que pudiera tener alguna seguridad.