Читаем La chica del tambor полностью

Abrió los ojos y se quedó mirando, pero sin ver ni pensar en nada.

- ¿Todavía sueñas con tu palestino? ¿No te gusta lo que hacemos aquí? ¿Quieres dejarlo y escapar, ahora que todavía estás a tiempo?

- Estoy cansada.

- ¿Entonces por qué no te vienes a dormir con nosotros? Podemos querernos. Y luego podemos dormir. Mario es un amante estupendo.

Helga se inclinó sobre ella y la besó en el cuello.

- ¿Quieres que venga Mario solo? ¿Eres tímida? Hasta eso te lo permito.

Volvió a besarla. Pero Charlie estaba fría y rígida, como si tuviera el cuerpo de hierro.

- Mañana por la noche a lo mejor estás más cariñosa. A El Jalil no se le puede decir que no. Está encantado de volver a verte. Ha preguntado por ti. ¿Sabes lo que le dijo una vez a un amigo nuestro? «Sin mujeres, perdería mi calor humano y no valdría para soldado. Para ser un buen soldado es imprescindible tener humanidad.» Ya puedes imaginarte qué hombre tan estupendo es. A ti te gustaba Michel, pues también te gustará él. No hay problema.

Helga, después de besarla por última vez, salió del cuarto y Charlie se quedó tumbada, con los ojos muy abiertos, mirando la luz de la noche que entraba por la ventana. Oyó el quejido de una mujer, que luego se convirtió en un sollozo suplicante; después, la voz imperiosa de un hombre. Helga y Mario estaban adelantando la revolución sin su ayuda.

«Síguelos adondequiera que te lleven -había dicho Joseph-. Si te dicen que mates, mata. La responsabilidad será de ellos, no tuya.»

- ¿Dónde estaréis?

- Cerca.

«Cerca del fin del mundo.»

En el bolso tenia una linterna pequeña que daba un hilo de luz, y que le habría servido para jugar con ella debajo de las sábanas cuando estaba en el colegio. La sacó, y cogió también el paquete de Marlboros que le había dado Rachel. Quedaban tres pitillos, y los guardó otra vez, sueltos. Con mucho cuidado, como le había enseñado a hacerlo Joseph, quitó el papel de fuera, abrió luego la caja hasta dejarla plana, con la parte de dentro hacia arriba. Se mojó el dedo, y empezó a frotar suavemente el cartón blanco con la saliva. Las letras iban apareciendo, oscuras y muy finas, como si las hubieran hecho con una plumilla. Leyó el mensaje, y luego metió el paquete aplastado por una ranura que había entre las tablas del suelo, y lo empujó hasta que desapareciera.

«Animo. Estamos contigo.» El Padre nuestro entero en la cabeza de un alfiler.

La sala de operaciones de Friburgo era un entresuelo alquilado a toda prisa, en una calle comercial importante, y su tapadera la Walter amp; Frosch Investment Company, GmbH, una de las varias docenas de ellas que la secretaría de Gavron tenía registradas permanentemente. Su equipo de comunicaciones parecía más o menos el de un negocio corriente; tenían además tres teléfonos normales, cortesía de Alexis, y uno de ellos, el menos oficial, era la línea directa del doctor con Kurtz. Eran las primeras horas de la madrugada, después de una noche muy movida, primero con el delicado asunto de rastrear a Charlie, y luego de alojarla; y después, por culpa de una discusión tensa sobre cuál era la demarcación entre Litvak y el que tenía a su mismo cargo en Alemania Occidental, porque ahora Litvak discutía con todo el mundo. Kurtz y Litvak se habían mantenido por encima de esas peleas entre subordinados. El acuerdo general funcionaba, y Kurtz todavía no tenía interés en romperlo. Alexis y sus hombres tendrían el crédito; Litvak y los suyos, la satisfacción.

En cuanto a Gadi Becker, por fin estaba otra vez en marcha. Ante la inminencia de la acción, su estilo había adquirido una rapidez decidida y resuelta. Las introspecciones que le habían perseguido en Jerusalén se habían disipado; el tormento de la espera ociosa había terminado. Mientras Kurtz dormitaba debajo de una manta del ejército, y Litvak, nervioso y agotado, iba de un lado para otro o mantenía conversaciones secretas por alguno de los teléfonos, con lo que se estaba poniendo de un humor que no se sabía cuál era, Becker montaba la guardia junto a las persianas del ventanal, mirando con paciencia las colinas cubiertas de nieve que había al otro lado del río Dreisam. Porque Friburgo, lo mismo que Salzburgo, es una ciudad rodeada de alturas, y todas las calles parecen subir hacia su propia Jerusalén.

- Está aterrada -dijo de repente Litvak a la espalda de Becker. Becker, desconcertado, se volvió a mirarle.

- Se ha pasado a ellos -insistió Litvak. Su voz tenía una cierta inseguridad.

- Becker volvió a la ventana:

- Parte de ella se ha ido, y otra parte se ha quedado -contestó-. Eso era lo que queríamos de ella.

- ¡Se ha pasado a ellos! -repitió Litvak, queriendo darse cada vez más importancia-. Ya ha ocurrido antes con otros agentes. Y ahora ha ocurrido con ella. Yo la vi en el aeropuerto, y tú no. ¡Parece un fantasma, te lo aseguro!

- Si parece un fantasma es porque quiere parecerlo -contestó Becker, sin descomponerse-. Es una actriz. Llegará hasta el final, no te preocupes.

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