Читаем La chica del tambor полностью

El hotel había sido construido en los años sesenta, cuando la industria del ramo todavía creía en los grandes vestíbulos, llenos de gente, con fuentes luminosas tranquilizadoras, y relojes de oro metidos en las vitrinas. Una escalera doble y amplia subía hasta el salón de la primera planta, y Charlie y Rossino, sentados en una mesa junto a la barandilla, podían ver la puerta principal y la recepción. Rossino llevaba un traje de ejecutivo, azul, y Charlie su uniforme de las guías sudafricanas, y el Niño Jesús de madera del campo de entrenamiento. Los cristales de sus gafas, que Tayeh se había empeñado en que fueran auténticos hacían que le dolieran los ojos cuando era ella la que tenía que vigilar. Habían comido huevos con tocino porque estaba muerta de hambre, y ahora estaban tomando café, mientras Rossino leía el Stuttgarter Zeitung, y le obsequiaba de cuando en cuando con alguna noticia divertida. Habían llegado a la ciudad a primera hora de la mañana, y ella había estado a punto de congelarse, sentada detrás, en la moto. Habían aparcado en la estación del ferrocarril, donde Rossino había hecho varias diligencias, y habían ido luego al hotel en taxi. Llevaban allí una hora y durante ese tiempo Charlie había visto a los policías de escolta depositar a un obispo católico, y volver después con una delegación del Africa Occidental, vestida con los trajes de su tribu. También había visto llegar a un autocar lleno de americanos, y marcharse a otro lleno de japoneses; se sabía de memoria todos los requisitos necesarios para hacer la inscripción, incluido el nombre del que cogía las maletas de los que llegaban, en cuanto entraban por las puertas correderas, las cargaba en unos carritos pequeños, y se mantenía a cierta distancia mientras los huéspedes rellenaban sus hojas.

- Y su Santidad el Papa se propone hacer un viaje por todos los estados fascistas de Sudamérica -anunció Rossino detrás de su periódico, en el momento en que ella se levantaba-. A lo mejor esta vez se lo cargan. ¿Adónde vas, Imogen?

- A hacer pis.

- ¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa?

El lugar destinado a las señoras tenía luces de color rosa sobre los lavabos, y música suave para ahogar el zumbido de los ventiladores. Rachel se estaba poniendo sombra de ojos. Había otras dos mujeres, lavándose. Una puerta estaba cerrada. Charlie pasó al lado de Rachel y le puso en la mano el mensaje. Se lavó y volvió a la mesa.

- Vámonos de aquí -dijo, como si una vez aliviada hubiera cambiado de idea-. Es ridículo.

Rossino encendió un grueso puro holandés y le echó a propósito el humo en la cara.

Un Mercedes que parecía oficial se detuvo en la puerta y descargó un puñado de hombres, vestidos con trajes oscuros y con insignias en la solapa. Rossino había empezado a hacer una broma obscena a propósito de ellos, cuando le interrumpió un botones diciendo que le llamaban al teléfono: se rogaba al señor Verdi, que había dejado su nombre y cinco marcos al conserje, que fuera a la cabina número 3. Charlie se bebió el café, sintiendo el calor que le bajaba por el pecho. Rachel estaba sentada con un amigo, debajo de una palmera de aluminio, leyendo Cosmopolitan. El amigo era nuevo para ella y parecía alemán. Estaba leyendo un documento metido en una funda de plástico. Había unas veinte personas más sentadas por allí, pero Rachel fue la única a la que pudo reconocer. Rossino había vuelto.

- Los Minkel llegaron a la estación hace dos minutos. Cogieron un Peugeot azul. Estarán aquí dentro de un momento.

Pidió la cuenta, pagó y volvió a coger su periódico.

Haré todas las cosas una sola vez, se había prometido a sí misma mientras esperaba a que amaneciese; todo será por última vez. Se lo repetía ahora. Si ahora estoy aquí sentada, no volveré a sentarme aquí nunca. Cuando baje las escaleras, no volveré nunca a subirlas. Cuando salga del hotel, no volveré a entrar nunca en él.

- ¿Por qué no le pegamos un tiro y terminamos de una vez? - preguntó en voz baja, con un miedo y un odio repentinos que le habían entrado al ponerse otra vez a mirar la puerta de entrada.

- Porque queremos estar vivos para matar a otros tíos como él. -contestó Rossino con paciencia, y volvió la página-. El Manchester United ha perdido otra vez -añadió complacido-. Pobre viejo Imperio.

- Acción -dijo Charlie.

Un taxi marca Peugeot, azul, se había parado al otro lado de las puertas de cristal. Una mujer de pelo gris estaba saliendo de él. La seguía un hombre alto, de aspecto distinguido, que tenía un andar lento y ceremonioso.

- Ocúpate de las piezas pequeñas, yo me ocuparé de las grandes -le dijo Rossino, mientras dejaba el periódico y volvía a encender el puro.

El taxista estaba abriendo el maletero; Franz, el mozo, estaba detrás de él con su carrito. Salieron primero dos maletas de nylon marrones, ni viejas ni nuevas. Con correas en el centro, como refuerzo. Etiquetas rojas. Luego una maleta vieja de cuero, mucho más grande, con un par de ruedas en una punta. Seguida todavía de otra maleta más.

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