- ¿Y qué es lo que le trae a Friburgo, señorita… Baastrup? -preguntó, con el acento alemán más marcado que había oído nunca fuera de un escenario.
- ¡Ah, nada!, pensé que me iría bien ver un poco de mundo antes de decidir qué es lo que hago con mi vida -contestó Charlie.
Sácame de ésta. Cristo, sácame de ésta. La recepcionista se lamentaba de que no hubiera ninguna reserva hecha a nombre del señor Boccaccio, y de que el hotel estuviera lleno; con la otra mitad de sí misma, entregaba a la señora Minkel la llave de una habitación. Charlie estaba dando otra vez las gracias al profesor por esa conferencia tan instructiva y estimulante, y Minkel estaba dándoselas a ella por sus amables palabras; Rossino, después de darle también las gracias a la recepcionista, se dirigía a paso ligero hacia la puerta principal, con la cartera de Minkel tapada por el elegante impermeable negro que llevaba al brazo. Entre nuevas disculpas y tímidas expresiones de agradecimiento, Charlie salía tras él, con cuidado de no dar la impresión de que tenía prisa. Al llegar a las puertas de cristal, tuvo tiempo de ver reflejada en ellas la imagen de los Minkel, mirando desconsolados a su alrededor, tratando de recordar quién era el último que la había tenido y dónde.
Charlie pasó entre los taxis parados, y llegó al aparcamiento del hotel, donde Helga, que llevaba una capa Loden con botones de asta, estaba esperándola en un Citroen verde. Charlie se sentó a su lado; Helga avanzó tranquilamente hacia la salida, metió la tarjeta y el dinero. Al levantarse la barrera, Charlie empezó a reírse a carcajadas, como si la risa se le hubiera disparado también al mismo tiempo. Se ahogaba, se ponía las manos en la boca, y apoyaba la cabeza en el hombro de Helga, en un estallido de alegría incontenible.
- ¡He estado increíble, Helg! Tenías que haberme visto.
Al llegar al cruce, un policía de tráfico joven se quedó asombrado al ver a dos mujeres adultas, que lloraban de risa como si hubieran perdido la cabeza. Helga bajó el cristal de la ventanilla y le tiró un beso.
En la sala de operaciones, Litvak estaba sentado junto a la radio, y Becker y Kurtz, de pie, detrás de él. Litvak, pálido y silencioso, parecía tener miedo de sí mismo. Llevaba unos auriculares y un micrófono.
- Rossino ha cogido un coche para ir a la estación -dijo Litvak-. Lleva la cartera. Va a recoger la moto.
- No quiero que le sigan -dijo Becker a Kurtz.
Litvak se quitó el micrófono y respondió como si no pudiera creer lo que oía:
- ¿Que no le sigan? Tenemos seis hombres alrededor de esa moto. Alexis tiene unos cincuenta. Hemos puesto a un ex policía, y tenemos coches repartidos por toda la ciudad. Que sigan a la moto, nosotros seguimos a la cartera. La cartera nos lleva a nuestro hombre. -Se volvió hacia Kurtz, como para pedirle que le apoyara.
- ¿Gadi? -dijo Kurtz.
- Utilizará algún recurso -dijo Becker-. Siempre lo ha hecho. Rossino la llevará hasta allí, la entregará, y otro se encargará de cogerla en la etapa siguiente. Por la tarde, nos habrán hecho andar por calles desiertas, por el campo, por restaurantes vacíos. No hay en el mundo un equipo de vigilancia que pueda aguantar eso sin que le descubran.
- ¿Y tu interés particular, Gadi? -preguntó Kurtz.
- Berger estará pendiente de Charlie durante todo el día. El Jalil la telefoneará a la hora y en los sitios que hayan convenido. Si El Jalil ve que algo no va bien, mandará a Berger que la mate. Si no llama en dos o tres horas, como hayan quedado, Berger la matará de todas maneras.
Kurtz, sin cabar de decidirse, se apartó de ellos y empezó a andar por la habitación. Primero para un lado, luego para el otro, mientras Litvak le miraba con cara de loco. Kurtz cogió por fin la línea directa con Alexis, y le oyeron decir «Paul», en un tono como de consulta, a ver si me haces un favor. Habló un rato en voz baja, escuchó, volvió a hablar, y colgó.
- Tenemos unos nueve segundos antes de que llegue a la estación -dijo Litvak, nervioso, escuchando con sus auriculares-. Seis.
Kurtz no le hizo caso.
- Me comunican que Helga y Charlie acaban de entrar en una peluquería elegante -dijo, avanzando otra vez por la habitación-. Parece que quieren ponerse guapas para el gran acontecimiento. -Se paró delante de ellos.
- El taxi de Rossino ya ha llegado a la estación -dijo Litvak, desesperado-. Lo está despidiendo ahora.
Kurtz estaba mirando a Becker. Le miraba con respeto, casi con cariño. Era un viejo entrenador cuyo atleta favorito había encontrado por fin su forma.
- Gadi ha conseguido una victoria, Shimon -dijo, sin apartar los ojos de Becker-. Llama a tus chicos. Diles que se tomen un descanso hasta la noche.
Sonó un teléfono, y Kurtz volvió a cogerlo. Era el profesor Minkel, que sufría su cuarto ataque de nervios. Kurtz le escuchó hasta el final, habló luego con su mujer, durante un buen rato y en tono tranquilizador, tratándolos a los dos con superioridad.