Читаем La chica del tambor полностью

- No hay duda de que es un buen día -dijo, conteniendo su mal humor después de colgar-. Todo el mundo lo está pasando en grande.

Se puso su boina azul y se fue a buscar a Alexis, para ir a inspeccionar con él la sala de conferencias.

Era para ella la espera más cargada de amenazas y la más larga; una noche de estreno para acabar con las noches de estreno. Y lo peor era que no podía hacer nada sola, porque Helga había nombrado a Charlie su protegida y sobrina favorita, y no pensaba perderla de vista. Después de la peluquería, donde Helga había recibido su primera llamada telefónica, fue a unos almacenes, en los que compró a Charlie un par de botas forradas de piel, y unos guantes de seda para lo que ella llamaba «marcas de dedos». Desde allí a la catedral, en la que Helga obligó a Charlie a oír una lección de historia, y luego, con muchas risitas e insinuaciones, a una plaza pequeña, donde estaba empeñada en presentarle a un tal Bertold Schwartz.

- La persona más sexy que has visto en tu vida. Estoy segura de que te vas a enamorar como una loca de él.

Bertold Schwartz resultó ser una estatua.

- ¿No es fantástico, Charlie? ¿No te gustaría poder levantarle las faldas? ¿Sabes lo que hizo nuestro Bertold? Era un fraile franciscano, un alquimista famoso, e inventó la pólvora. Amaba tanto a Dios, que enseñó a todas sus criaturas a volarse unas a otras. Así es que los honrados ciudadanos le erigieron una estatua. Es natural. -La cogió del brazo y la apretó contra ella-. ¿Sabes lo que vamos a hacer esta noche? -le dijo al oído-. Volvemos aquí, traemos unas flores para Bertold, y las ponemos a sus pies. ¿Eh, Charlie?

Muy bien, Helg. Lo que tú quieras.

La aguja de la catedral estaba empezando a ponerle los nervios de punta: un faro, lleno de calados, siempre apagado, que aparecía delante de ella cada vez que daba la vuelta a una esquina o entraba en una calle nueva.

Fueron a comer a un restaurante elegante, donde Helga invitó a Charlie a vino de Baden, criado, según se dijo, en el suelo volcánico del Kaiserstuhl -«¡Un volcán!», pensó Charlie- y ya todo lo que comían, bebían o veían daba pie para hacer comentarios y bromas aburridas. Cuando estaban tomando el pastel de la Selva Negra. -«Hoy todo tiene que ser burgués»-, volvieron a llamar a Helga al teléfono, y dijo que tenían que ir a la universidad o no podrían hacer nada. Se metieron por un paso subterráneo, bordeado de tiendas pequeñas y buenas, y se encontraron a la salida frente a un edificio impresionante, de piedra arenisca rojiza, con columnas, y una fachada en la que se veían unas palabras escritas en letras de oro, que Helga se apresuró a traducir.

- Mira, aquí tienes un mensaje para ti, Charlie. Escucha. «La verdad os hará libres.» Citan a Carlos Marx en tu honor, ¿no te parece bonito?

- A San Juan -corrigió Charlie, antes de que hubiera tenido tiempo de pensarlo, y vio pasar una sombra de ira por la cara de Helga.

Un espacio de piedra abierto rodeaba el edificio. Un policía viejo se paseaba por allí, mirando con poca curiosidad a las chicas, que abrían la boca y señalaban con el dedo, como perfectas turistas. Cuatro escalones conducían a la entrada principal. Dentro de ella, las luces de una sala grande brillaban a través de las puertas de cristal oscuro. La entrada lateral estaba custodiada por estatuas de Homero y Aristóteles, y fue allí donde Helga y Charlie se detuvieron más tiempo, admirando las esculturas y la suntuosidad ar quitectónica, y calculando en secreto medidas y distancias. Un cartel amarillo anunciaba la conferencia de Minkel para las ocho de la tarde.

- Tienes miedo, Charlie -dijo Helga en voz baja, y sin esperar una respuesta-. Escucha, a partir de esta mañana, vas a tener un triunfo absoluto. Vas a enseñarles qué es verdad y qué es mentira, y vas a enseñarles también qué es la libertad. Para las grandes mentiras necesitamos una acción grande, es lógico. Una acción grande, un gran auditorio, una gran causa. Ven.

Un puente moderno para peatones cruzaba la calle de doble vía. Unos macabros postes totémicos presidían cada uno de sus extremos. Del puente pasaron a la biblioteca de la universidad, y de allí a un café de estudiantes, una especie de plataforma de cemento, colgada sobre la calle. Las paredes eran de cristal, y mientras tomaban café, podían ver a profesores y estudiantes entrar y salir de la sala de conferencias. Helga estaba esperando otra llamada telefónica. La llamada llegó y, cuando volvía de hablar, vio algo en la expresión de Charlie que la puso furiosa.

- ¿Qué es lo que te pasa? ¿De repente te ha entrado una gran compasión por las deliciosas opiniones sionistas de Minkel? Pues es peor que Hitler, ¿sabes?, un auténtico tirano disfrazado. Voy a comprarte un «schnapps» para darte ánimos.

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