- ¡Jesús! -suspiró Rossino-. ¿Cuánto tiempo piensan quedarse?
Las piezas pequeñas estaban apiladas en el asiento de delante. Después de cerrar el maletero, el taxista empezó a descargarlas, pero Franz no iba a poder llevarlas todas en su carrito de una sola vez. Una bolsa de cuero de varios colores, bastante deteriorada, y dos paraguas, el de él y el de ella. Una bolsa de papel con un gato negro pintado en ella. Dos cajas grandes, envueltas en papel de regalo, probablemente obsequios de Navidad atrasados. Luego la vio: una cartera negra. Lados duros, montura de acero, etiqueta con el nombre de cuero. La buena de Helga, pensó Charlie; identificada. Minkel estaba pagando el taxi. Como alguien a quien Charlie había conocido en otro tiempo, llevaba las monedas en una bolsa, y se las ponía en la palma de la mano antes de separarse de ese dinero que no le era familiar. La señora Minkel cogió la cartera.
- Mierda -dijo Charlie.
- Espera -dijo Rossino.
Cargado de paquetes, Minkel siguió a su mujer, y cruzó las puertas correderas.
- Dices que crees que le reconoces -dijo Rossino-. ¿Por qué no bajas y le miras más de cerca? No te decides, eres una virgencita tímida-. La tenía agarrada por la manga del vestido-. No fuerces la cosa. Si no marcha, hay muchas otras maneras de hacerlo. Frunce las cejas. Ponte bien las gafas. Venga.
Minkel estaba acercándose a la recepción, con unos pasos cortos, un poco absurdos, como si no lo hubiera hecho nunca. Su mujer, con la cartera en la mano, estaba a su lado. No había más que una recepcionista atendiendo a la gente, y estaba ocupada con otros huéspedes. Minkel, mientras esperaba, miraba confuso a su alrededor. Su mujer, más tranquila, observaba el lugar. Se fijó en que al otro lado del vestíbulo, en una parte separada por unos cristales ahumados, se celebraba una fiesta. Observó con desagrado a los invitados, y comentó algo con su marido. La recepción estaba libre, y Minkel cogió la cartera de sus manos: una transacción tácita e instintiva entre dos personas que formaban una pareja. La recepcionista era una rubia vestida de negro. Comprobó las listas con sus uñas pintadas de rojo antes de entregar una hoja a Minkel para que la rellenara. Las escaleras chocaban con los tacones de Charlie, la mano se le pegaba a la barandilla. Minkel, a través de sus gafas, era una abstracción borrosa. El suelo se le echaba encima al iniciar su camino vacilante hacia la recepción. Minkel estaba inclinado sobre el mostrador, rellenando su hoja. Había puesto a un lado su pasaporte israelí, y estaba copiando el número. La cartera estaba en el suelo, junto a su pie izquierdo; la señora Minkel, fuera de tiro. Charlie se colocó a la derecha de Minkel, y miró con disimulo por encima de su hombro mientras escribía. La señora venía por la izquierda, y estaba mirando con asombro a Charlie. Hizo una seña a su marido. Al darse cuenta por fin de que la observaban, Minkel levantó despacio su venerable cabeza, y se volvió hacia ella. Charlie carraspeó, simulando timidez, cosa que no le era nada difícil. Ahora.
- ¿El profesor Minkel? -preguntó.
Tenía unos ojos grises e inquietos, y parecía todavía más desconcertado que Charlie. De pronto, fue como ayudar a un actor malo.
- Soy el profesor Minkel -admitió, como si no estuviera del todo seguro-. Si. Soy yo. ¿Por qué?
Su actuación, de puro mala, le dio fuerzas a el… Respiró hondo.
- Profesor, me llamo Imogen Baastrup, soy de Johannesburgo y graduada en ciencias sociales por la Universidad de Witwaterstrand -dijo, todo de corrido. Su acento era menos sudafricano que vagamente de las antípodas; su actitud un poco tonta, pero decidida-. El año pasado tuve la suerte de oír su conferencia sobre los derechos de las minorías en las sociedades con problemas raciales. Fue una conferencia muy bonita. La verdad es que cambió mi vida. Pensé escribirle a usted, pero no llegué a hacerlo nunca. ¿Le importaría que le diese la mano?
Prácticamente tuvo que cogérsela. Miró sin saber qué hacer a su mujer, pero ella tenía más talento y, por lo menos estaba sonriendo a Charlie. Guiándose por lo que hacía ella, aunque fuera con retraso, Minkel sonrió también, pero con poca convicción. Si Charlie estaba sudando, eso no era nada comparado con lo que le ocurría a Minkel: fue como meter la mano en un puchero.
- ¿Va a estar mucho tiempo aquí, profesor? ¿Qué es lo que está haciendo? ¿No va a decirme que está otra vez dando conferencias?
En segundo término, fuera de la vista, Rossino estaba preguntando en inglés a la recepcionista si un tal señor Boccaccio, de Milán, había hecho ya la reserva.
La señora Minkel, una vez más, acudió en su auxilio:
- Mi marido está haciendo un viaje por Europa -dijo-. Estamos tomándonos unas vacaciones, dando algunas conferencias, visitando a los amigos. La verdad es que nos hace mucha ilusión.
Animado por esas palabras, Minkel se decidió a hablar: