Todavía sentía el calor del «schnapps» cuando llegaron al parque vacío. El estanque estaba helado; empezaba a anochecer; se clavaban las motas de agua helada que volaban en el aire. Una campana antigua dio la hora, con un sonido fuerte. Una segunda campana, más pequeña y de un tono más agudo, sonó después de ella. Helga, arropada en su capa verde, lanzó un grito de alegría.
- ¡Charlie, escucha! ¿Oyes esa campana pequeña? Es de plata. ¿Y sabes por qué? Te lo voy a contar. Un viajero que venía a caballo se perdió por el camino una noche. Hacía muy mal tiempo y había bandidos, y se alegró tanto al ver Friburgo que regaló una campana de plata a la catedral. Desde entonces, toca todas las noches. ¿No es bonito?
Charlie dijo que sí con la cabeza y trató de sonreír, pero sin éxito. Helga le echó el brazo por encima, y la metió entre los pliegues de su capa.
- Oye, Charlie, ¿quieres que te eche otro sermón?
Charlie movió la cabeza.
Sin dejar de apretarla contra su pecho, Helga miró el reloj, y luego al camino, que estaba ya casi a oscuras.
- ¿Sabes otra cosa de este parque, Charlie?
Sé que es el segundo lugar más horrible del mundo. Y yo no doy nunca primeros premios. Guardó silencio.
- Pues entonces voy a contarte otra historia. ¿Quieres? En la guerra había aquí una oca macho. ¿Decís oca macho?
- Ganso.
- Pues este ganso era una sirena que avisaba de los ataques aéreos. Cuando venían los aviones, era el primero que los oía, y cuando chillaba, la gente bajaba corriendo a los sótanos, sin esperar el aviso oficial. El ganso murió, pero los habitantes estaban tan agradecidos que después de la guerra le hicieron un monumento. Ahí tienes lo que es Friburgo. Una estatua al monje que inventó las bombas y otra al que avisaba de que iban a tirarlas. ¿Serán locos estos friburgueses? -Más seria, Helga volvió a mirar el reloj y luego hacia la oscuridad brumosa-. Aquí esta -dijo, con mucha tranquilidad, y se dispuso a despedirse.
«No, Helg -pensó Charlie-; te quiero, puedes desayunar conmigo todos los días, pero no me hagas ir con El Jalil.»
Helga le puso las manos en la cara, y la besó en los labios.
- Por Michel, ¿eh? -Volvió a besarla, esta vez con más fuerza-. Por la revolución y la paz y por Michel. Sigue por el camino, todo derecho, y encontrarás una puerta. Un Ford verde está esperando allí. Te sientas en la parte de atrás, justo detrás del conductor. -Otro beso-. Charlie, escucha, eres maravillosa. Siempre seremos amigas.
Charlie echó a andar por el camino, se detuvo, miró para atrás. En la media luz del anochecer, rígida, extrañamente cumplidora, Helga estaba vigilándola, con su Loden verde colgándole de los hombros, como la capa de un guardia.
Helga saludó con su mano grande, moviéndola a un lado y a otro, a estilo real. Charlie contestó, contemplada por la aguja de la catedral.
El conductor llevaba un sombrero de piel que le tapaba la mitad de la cara, y se había subido el cuello de piel del abrigo. No se dio la vuelta para saludarla y, desde donde estaba, no podía hacerse una idea de cómo era, salvo que a juzgar por la línea de su mandíbula era joven, y que le parecía también que era árabe. Conducía despacio, primero por entre el tráfico nocturno y luego por el campo, por caminos estrechos y rectos, en los que todavía había nieve. Encendió más de una vez la luz para mirar el reloj del panel, pero volvió a apagarla. Pasaron una estación de ferrocarril pequeña, llegaron al paso a nivel, y se pararon. Charlie oyó un timbre de aviso y vio que la barrera se movía y empezaba a bajar. Puso el coche en segunda, y cruzó a toda velocidad, justo en el momento en que el paso a nivel se cerraba tras ellos.
- Gracias -dijo Charlie, y le oyó reírse con una risa gutural; desde luego era árabe.
Subió una cuesta, y volvió a detener el coche, esta vez junto a una parada de autobús, que tenía un letrero en el que había una «H» verde. Le dio una moneda.
- Coge un billete de dos marcos, el próximo autobús en esa dirección. Esto es la busca del tesoro el Día de la Fundación del colegio nuestro, pensó; la próxima pista te lleva a la otra; cuando llegas a la última, ganas el premio.
Era noche cerrada, y estaban apareciendo las primeras estrellas. De las colinas venía un viento que cortaba. A lo lejos vio las luces de una estación de gasolina, pero no había casas por ninguna parte. Esperó cinco minutos, y llegó un autobús que se paró con un chirrido. Estaba vacío en sus tres cuartas partes. Cogió el billete y se sentó al lado de la puerta, con las rodillas juntas, sin mirar a ningún sitio. En las dos paradas siguientes, no subió nadie; en la tercera, un chico vestido con una chaqueta de cuero, subió de un salto, y se sentó alegremente al lado de ella. Era su chófer americano de la noche anterior.