La furgoneta tenía cambio automático, pero observó que conducía principalmente con la mano izquierda, mientras que la derecha descansaba sobre su pierna. El ruido que hacían las botellas vacías la cogió de sorpresa. Llegó a un cruce, torció a la izquierda para coger otra carretera tan recta como la primera, pero sin luces. Su cara, por lo que podía ver, le recordaba la de Joseph, no por las facciones, sino por la intensidad de su expresión, por sus ojos rasgados de luchador, que mantenían una vigilancia constante sobre los tres espejos de la furgoneta, así como sobre ella misma.
- ¿Te gustan las cebollas? -preguntó entre el ruido de las botellas.
- Mucho.
- Te gusta guisar? ¿Qué sabes hacer? ¿Espaguetis, Schnitzel vienés?
- Cosas como ésas.
- ¿Qué le hiciste a Michel?
- Un bistec.
- ¿Cuándo?
- En Londres. La noche que se quedó en mi piso.
- ¿Y no le diste cebollas?
- Con la ensalada.
Volvían a la ciudad. Su resplandor formaba una pared rojiza bajo la nube pesada de la noche. Bajaron una cuesta, y llegaron a un valle, llano, desparramado, como sin forma. Vio fábricas a medio construir, y aparcamientos de camiones, vacíos. No veía tiendas, ni bares, ni luces en ninguna ventana. Entraron en un patio exterior de cemento. Paró la furgoneta, pero dejó el motor en mar-cha. «HOTEL GARNI EDEN», leyó, en letras de neón rojas, y encima de una llamativa puerta de entrada «Willkommen, Bienvenu, Wellcome».
Al ir a entregarle su bolso, tuvo otra idea:
- Toma, dale éstas. A él también le gustan. -Buscó la caja de cebollas entre las otras. Al dejarla encima de ella, se fijó otra vez en la inmovilidad de su mano derecha, cubierta por el guante-. Habitación 5, cuarto piso. Por las escaleras. No el ascensor. Que te vaya bien.
Con el motor todavía en marcha, la vio cruzar el patio hacia la entrada. La caja pesaba más de lo que ella había esperado, y necesitaba los dos brazos para llevarla. El vestíbulo estaba vacío, y el ascensor allí, pero no lo cogió. La escalera era estrecha y retorcida, y la alfombra estaba completamente desgastada. Sonaba una música insinuante, el aire viciado olía a perfume barato y a humo de tabaco rancio. En el primer rellano, una mujer vieja, desde un compartimiento de cristales, dijo «Grüss Gott», pero sin levantar la cabeza. Parecía un sitio en que estaban acostumbrados a ver señoras que entraban y salían sin dar explicaciones.
En el segundo rellano, oyó música, y risas de mujer; en el tercero, vio que subía el ascensor, y pensó por qué demonios le había hecho subir por las escaleras, pero ya no le quedaba voluntad ni deseos de resistirse, todas sus palabras y sus acciones estaban ya escritas para ella. Le dolían los brazos de llevar la caja y, cuando llegó al pasillo del cuarto piso, el dolor era lo que más le preocupaba. La primera puerta era una salida de incendios, y la segunda, al lado de ella, llevaba el número 5. El ascensor, la salida de incendios, las escaleras, pensó inmediatamente; él siempre tiene por lo menos dos cosas a mano.
Dio unos golpecitos en la puerta, se abrió y, lo primero que se le ocurrió pensar, fue: Vaya, hombre, ya la he pringado; porque el hombre que estaba delante de ella era el hombre que acababa de llevarla allí en la furgoneta de Coca-Cola, sólo que sin el sombrero y sin el guante de la mano izquierda. Cogió la caja de cebollas y la puso en el estante de las maletas. Le quitó las gafas, las dobló, y volvió a dárselas. Después de eso, volvió a quitarle el bolso que llevaba colgado del hombro, y lo vació encima del edredón barato y de color rosa, casi lo mismo que le habían hecho en Londres cuando le pusieron las gafas oscuras. Aparte de la cama, casi la única cosa que había en el cuarto era la cartera. Estaba encima del lavabo, vacía, con su boca negra vuelta hacia ella, como una mandíbula abierta. Era la que ella había ayudado a robarle al profesor Minkel en aquel hotel grande que tenía una terraza, cuando era demasiado joven para saber lo que le convenía.
Una calma absoluta había caído sobre los tres hombres que estaban en la sala de operaciones. Ninguna llamada telefónica, ni siquiera de Minkel y Alexis; ninguna retractación desesperada sobre el enlace cifrado con la embajada de Bonn. Parecía que en su imaginación colectiva toda la complicada trama de la conspiración estuviera reteniendo el aliento. Litvak, sin ánimos, se había dejado caer en un sillón de despacho; Kurtz, en una especie de ensoñación, con los ojos medio cerrados, sonreía como un caimán viejo. Y Gadi Becker, lo mismo que antes, el más silencioso de todos, miraba descontento a la oscuridad, como un hombre que examinara todas las promesas de su vida pasada… ¿cuáles eran las que había mantenido, cuáles roto?
- Debíamos haberle dado ya el emisor -dijo Litvak-. Ahora ya confían en ella. ¿Por qué no se lo hemos dado?
- Porque va a registrarla -dijo Becker-. Va a registrarla para ver si lleva armas o algún emisor.
Litvak se animó lo bastante para tener ganas de discutir: