- Dos paradas más allá hay una iglesia nueva -le dijo con naturalidad-. Te bajas, pasas por delante de la iglesia, sigues andando por la carretera, siempre por el lado derecho. Encuentras un vehículo rojo, parado, con un diablillo colgado del espejo del conductor. Abres la puerta, te sientas, y esperas. Eso es todo lo que tienes que hacer.
El autobús se detuvo, ella se bajó y echó a andar. El chico se quedó en el autobús. La carretera era recta y la noche muy oscura. Más allá, a unos quinientos metros, vio como un destello rojo debajo de una farola. No los pilotos. La nieve crujía bajo sus botas nuevas y el ruido aumentaba la sensación que tenía de estar separada de su cuerpo. ¿Qué hay, pies, qué estáis haciendo ahí abajo? Marcha, chica, marcha. Al acercarse, vio que era una furgoneta de Coca-Cola, subida en el bordillo de la carretera. Unos cincuenta metros más allá, debajo de otra farola, había un café diminuto, y luego otra vez nada, sólo la llanura cubierta de nieve y la carretera recta, que no conducía a ningún sitio. A quién había podido ocurrírsele poner un café en un sitio tan dejado de la mano de Dios era otro misterio.
Abrió la puerta de la furgoneta y se metió en ella. En el interior había mucha luz, gracias a la farola que tenía encima. Notó olor a cebolla y vio una caja de cartón repleta de ellas, entre los cajones de botellas vacíos que llenaban la parte de atrás. Un demonio de plástico, con un tridente, colgaba del espejo. Se acordó de que había otro igual en la furgoneta de Londres, el día en que Mario la había secuestrado. A sus pies había un montón de cassettes sucias. Era el sitio más tranquilo del mundo. Una luz se acercaba despacio por la carretera. Al llegar a su altura, vio que era un cura joven montado en una bicicleta. Volvió la cara al pasar junto a ella, y pareció que se sentía ofendido, como si fuera un desafío a su castidad. Esperó otra vez. Un hombre alto, con una gorra de visera, salió del café, olfateó el aire y miró luego a un lado y a otro, como si no supiera muy bien qué hora era. Volvió a entrar en el café, volvió a salir, avanzó despacio hasta llegar adonde estaba ella. Dio unos golpecitos en la ventanilla con sus dedos enguantados. Un guante de cuero, duro y brillante. La luz fuerte de una linterna enfocada sobre ella, le impidió ver al hombre. La luz se mantuvo, se paseó despacio por la furgoneta, volvió a enfocarla y la deslumbró. Levantó la mano para protegerse los ojos y, al bajarla, vio que la luz la seguía hasta sus piernas. La linterna se apagó, se abrió la puerta, una mano la agarró por la muñeca y la sacó del coche. Estaba delante de él, y era un hombre fuerte, treinta centímetros más alto que ella. Pero su cara estaba completamente en sombra debajo de la visera y se había subido el cuello para protegerse del frío.
- Quédate muy quieta -dijo.
Le quitó el bolso que llevaba colgado del hombro, calculó primero lo que pesaba, luego lo abrió, y miró lo que había dentro. Por tercera vez en su corta vida, su radio despertador mereció una cuidadosa atención. La encendió. Funcionaba. La apagó, jugueteó un poco con ella, y se guardó algo en el bolsillo. Por un momento, creyó que había decidido quedarse con la radio. Pero no era así, porque vio que volvía a meterla en el bolso, y el bolso en la furgoneta. Luego, como si fuera un instructor que quería corregir su postura, le puso la punta de las manos en los hombros para enderezarla. Su mirada no se apartó de su cara en ningún momento. Bajó el brazo derecho, y empezó a tocarle el cuerpo con la palma de la mano izquierda, primero el cuello y los hombros, luego la clavícula y las paletillas, palpando los puntos en que habrían estado los tirantes de su sostén, en caso de haberlo llevado. Después, las axilas, y bajando por los lados hasta las caderas; los pechos y el vientre.
- Esta mañana, en el hotel, llevabas la pulsera en la muñeca derecha. Esta noche la llevas en la izquierda. ¿Por qué?
Hablaba el inglés como un extranjero, pero culto y educado; con un acento que a ella le parecía el de un árabe. Una voz suave, pero poderosa; una voz de orador.
- Me gusta cambiarla de sitio -dijo Charlie.
- ¿Por qué?
- Para que parezca nueva.
El hombre se agachó, y continuó su exploración de las caderas, las piernas y la parte interior de los muslos, con el mismo cuidado que el resto del cuerpo; luego, siempre sólo con la mano izquierda, metió los dedos entre las botas de piel de Charlie.
- ¿Sabes cuánto vale esa pulsera? -preguntó, al ponerse otra vez de pie.
- No.
- Estáte quieta.
Estaba detrás de ella, palpándole la espalda, las caderas, de nuevo las piernas, hasta llegar a las botas.
- ¿No la has asegurado?
- No.
- ¿Por qué no?
- Michel me la dio por amor, no por dinero.
- Sube al coche.
Lo hizo; él dio la vuelta por delante del coche, y se sentó a su lado.
- Muy bien, te llevo a ver a El Jalil. -Puso el motor en marcha-. Entrega de puerta a puerta.