- ¿Y qué motivos tiene? No es judía. No es nada. Es de los otros. ¡Olvídate de ella!
Al oír que Kurtz se movía debajo de su manta, Litvak levantó la voz todavía más para meterle también a él.
- Si todavía es de los nuestros, ¿por qué le dio en el aeropuerto a Rachel un paquete de cigarrillos en blanco, eh? Se pasa semanas enteras entre esa chusma, y no nos escribe ni una nota cuando vuelve a aparecer. ¿Que clase de agente es ése, que es tan leal a nosotros?
Becker parecía estar buscando la respuesta en las montañas lejanas.
- A lo mejor no tiene nada que decir -contestó-. Ella vota con sus actos. No con sus palabras.
Desde las escasas profundidades de su cama de campaña. Kurtz ofreció un consuelo soñoliento:
- Alemania te pone nervioso, Shimon. Cálmate. ¿Qué importa con quién esté, mientras continúe mostrándonos el camino?
Pero las palabras de Kurtz surtieron el efecto contrario. En su afán de atormentarse, Litvak tuvo la impresión de que se unían en contra de él, y eso le puso todavía más furioso.
- ¿Y si se hunde y confiesa? ¿Si les cuenta toda la historia, desde Mikonos hasta aquí? ¿Sigue mostrándonos el camino?
Parecía estar empeñado en armarla; no iba a poder quedar satisfecho si no lo hacía.
Kurtz se incorporó un poco, apoyado en el codo, y adoptó un tono más áspero.
- Entonces, ¿qué hacernos, Shimon? Danos la solución. Supón que se ha pasado a los otros. Supón que se ha descubierto la operación entera, desde el desayuno hasta la cena. ¿Quieres que llame a Misha Gavron y le diga que ya no hay nada que hacer?
Becker no había abandonado la ventana, pero se había dado otra vez la vuelta, y estaba contemplando pensativo a Litvak. Litvak, mirándoles al uno y al otro, levantó los brazos, un gesto muy sin sentido para hacerlo ante dos hombres tan estáticos.
- ¡Anda por ahí, en algún sitio! -gritó Litvak-. En un hotel. En un apartamento. En una casa de huéspedes. Tiene que estar. Acordona la ciudad. Carreteras, trenes, autobuses. Di a Alexis que se encargue de aislarla. Registra las casas una por una hasta que le encontremos.
Kurtz trató de poner un poco de humor:
- Shimon, que Friburgo no es la Orilla Occidental.
Pero Becker, que por fin estaba interesado, parecía querer continuar la discusión.
- ¿Y cuándo le hayamos encontrado? -preguntó, como si no acabara de ver del todo claro el plan de Litvak-. ¿Qué hacemos entonces, Shimon?
- ¡Cuando le encontremos! ¡Matarle! La operación ha terminado.
- ¿Y quién mata a Charlie? -preguntó Becker, en el mismo tono razonable-. ¿Nosotros o ellos?
De repente, todo lo que estaba pasando fue demasiado para que Litvak pudiera aguantarlo solo. Bajo la tensión de la noche pasada, v del día que iba a venir, toda la enmarañada masa de sus frustraciones, masculinas y femeninas, subió de pronto a la superficie. Se puso colorado, con los ojos como brasas, mientras extendía un brazo delgado y acusatorio hacia Becker.
- ¡Es una puta, es una comunista y es la amante de un árabe! -gritó, y lo bastante alto para que pudieran oírle al otro lado del tabique-. Deshaceos de ella. ¿A quién le importa?
Si Litvak esperaba que Becker armara un escándalo por eso, se llevó una desilusión, porque todo lo que hizo fue mover la cabeza, como para confirmar que lo que había estado pensando Litvak desde hacía algún tiempo quedaba más que demostrado. Kurtz había apartado su manta. Estaba sentado en la cama, en calzoncillos, con la cabeza inclinada hacia adelante, y frotándose su pelo gris y corto con la punta de los dedos.
- Vete a darte un baño, Shimon -dijo-. Un baño, un buen descanso, un poco de café. Y no aparezcas por aquí hasta mediodía. Antes de eso, nada. -Sonó el teléfono-. No contestéis -dijo, y lo cogió él mismo, mientras Litvak, mudo de espanto, le contemplaba desde la puerta-. Está ocupado -contestó en alemán-. Si, soy Helmuth, ¿quién habla?
Dijo sí; volvió a decir sí; bien hecho. Colgó el teléfono. Luego sonrió, con su sonrisa eterna y sin alegría. Primero a Litvak, para consolarle, y luego también a Becker, porque en ese momento sus diferencias no tenían importancia.
- Charlie llegó al hotel de los Minkel hace cinco minutos -dijo-. Rossino está con ella. Se están tomando un buen desayuno juntos, y con mucho tiempo por delante, que es como le gusta hacerlo a nuestro amigo.
- ¿Y la pulsera? -preguntó Becker.
Esa parte le gustó más a Kurtz:
- En su muñeca derecha -contestó orgulloso-. Tiene un mensaje para nosotros. Es una buena chica, Gadi, te felicito.