Читаем La chica del tambor полностью

Subieron una cuesta, y Saúl empezó a aumentar la velocidad. Torció a la izquierda y cruzó una carretera, luego volvió a la derecha y se metió por un camino. Se veían árboles talados a uno y otro lado, como soldados congelados en un noticiario ruso. A lo lejos, Charlie empezó a distinguir una casa antigua, ennegrecida, con chimeneas altas en el tejado, y por un momento le recordó la casa de Atenas. «Delirio, ¿es ésa la palabra?» Saúl paró el coche, y apagó y encendió un par de veces los faros. Desde lo que parecía el centro de la casa, contestaron haciendo señales con una linterna. Saúl estaba mirando su reloj, contando los segundos en voz alta. «Nueve, diez… tiene que ser ahora», dijo, y la luz que se veía a lo lejos hizo otra señal. Pasó el brazo por delante de ella, y abrió la puerta.

- Hasta aquí hemos llegado, guapa. Ha sido una conversación estupenda. Tranquila.

Con la maleta en la mano, eligió una rodera y echó a andar hacia la casa, sin más auxilio para ver el camino que la blancura de la nieve y la luz de la luna que se filtraba entre los árboles. Al acercarse a la casa, pudo distinguir una torre de reloj, que no tenía reloj, y un estanque helado, con un plinto que tampoco tenía estatua. Una moto brillaba bajo un cobertizo de madera.

De repente, oyó una voz conocida que se dirigía a ella, pero reprimiéndose, como si se tratara de una conspiración.

- Imogen, ten cuidado con el tejado. Como te caiga un pedazo en la cabeza, te deja en el sitio. Imogen -bueno, Charlie-, qué absurdo es esto.

Un momento después, un cuerpo fuerte y suave había salido de la oscuridad del porche para abrazarla, aunque se lo estorbaran algo la linterna y la pistola que llevaba.

Dejándose arrastrar por una ridícula gratitud, Charlie devolvió el abrazo a Helga.

- ¡Helga, santo Dios, eres tú, cuánto me alegro!

A la luz de la linterna, Helga la guió por un vestíbulo con el suelo de mármol, del que habían arrancado ya la mitad de las piedras; y luego, con cuidado, por una escalera combada y sin barandilla. La casa se estaba muriendo, pero alguien se había encargado de acelerar su muerte. Las paredes estaban cubiertas de pintadas rojas; los picaportes de las puertas y la instalación eléctrica, arrancados. Charlie, recobrada otra vez su hostilidad, intentó soltar su mano, pero Helga se la apretó coma si tuviera derecho a hacerlo. Pasaron por una serie de habitaciones vacías, cada una de ellas lo bastante grande como para celebrar un banquete. En la primera, había una estufa de porcelana hecha pedazos y rellena de periódicos. En la segunda, una prensa de mano, cubierta de polvo, y rodeada de montones de hojas impresas amarillentas tiradas por el suelo, restos de anteriores revoluciones. Entraron en otra habitación, y Helga enfocó su linterna sobre una masa de carpetas y papeles tirados en una alcoba.

- ¿Sabes lo que hacemos aquí mi amiga y yo, Imogen? -preguntó, subiendo de repente la voz-. Mi amiga es fantástica. Es Verona, y su padre era un auténtico nazi. Un terrateniente, un industrial, lo que quieras. -Soltó la mano, pero sólo para coger a Charlie por la cintura-. Se murió, así es que estamos vendiéndolo todo para vengarnos. Los árboles, a los que acaban con los árboles. La tierra, a los que destruyen la tierra. Las estatuas y los muebles, al mercado de trastos viejos. Si vale cinco mil, lo damos por cinco. Aquí estaba el escritorio de su padre. Lo hicimos astillas con nuestras propias manos y lo quemamos en una hoguera. Como símbolo. Era el cuartel general de su campaña fascista, aquí firmaba sus cheques, y preparaba todas sus acciones represivas. Lo hicimos trizas y lo quemamos. Y ahora Verona es libre. Es pobre, pero es libre, se ha unido a las masas. ¿No te parece fantástica? A lo mejor tú debieras haber hecho lo mismo.

Una escalera de servicio subía dando vueltas hasta un corredor largo. Helga se puso delante. Charlie oía música folk arriba, y notaba olor a petróleo quemado. Llegaron a un descansillo, pasaron una serie de dormitorios de los criados, y se pararon delante de la última puerta. Salía un poco de luz por debajo de ella. Helga dio unos golpecitos, y habló en alemán. Descorrieron un cerrojo y se abrió la puerta. Helga entró primero e hizo señas a Charlie para que entrara.

- Imogen, ésta es la camarada Verona. -Su voz tomó un tono autoritario-. ¡Vero!

Una chica regordeta y asustada acudió a recibirlas. Llevaba un delantal y unos pantalones negros y anchos, y tenía el pelo cortado como un chico. Una Smith amp; Wesson, metida en una funda, colgaba de sus caderas gordas. Verona se limpió con el delantal, y las dos se dieron un apretón de manos burgués.

- Hace un año, Vero era tan fascista como su padre -comentó Helga, con la debida autoridad-. Una esclava y una fascista, las dos cosas. Ahora, lucha. ¿No es verdad, Vero?

Una vez despedida, Verona volvió a cerrar la puerta, y luego se fue a un rincón, donde estaba guisando algo en un hornillo. Charlie pensó si no estaría soñando para sus adentros con el despacho de su padre.

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