- Ven, mira quién está aquí -dijo Helga, y la llevó al otro lado de la habitación.
Estaba en un desván grande, igual que el desván en que había jugado tantas veces cuando pasaba las vacaciones en Devon. La poca luz que había venía de una lámpara de petróleo que colgaba de una viga. Para tapar las ventanas, habían clavado encima de ellas unas cortinas de terciopelo dobladas. Junto a una pared se veía un caballo de juguete; a su lado, un tablero, montado sobre un caballete. Había un plano pintado en el tablero; unas flechas de colores señalaban un edificio grande y rectangular que estaba en el centro. En una mesa de ping-pong se veían restos de embutidos, pan negro y queso. Ropas de ambos sexos estaban puestas a secar delante de una estufa de petróleo. Habían llegado a unos escalones de madera, y Helga la hizo subirlos. Arriba, en el suelo, había dos catres, uno al lado del otro. En uno de ellos, desnudo hasta la cintura, y algo más abajo, estaba el italiano moreno que había retenido a Charlie a punta de pistola aquel domingo por la mañana en la City. Se había puesto una colcha rota encima de los muslos, y se veían a su alrededor las piezas de una Walther automática que estaba limpiando. Un transistor que tenía al lado tocaba música de Brahms.
- Y aquí tenemos al vigoroso Mario -anunció Helga, con orgullo sarcástico, mientras le tocaba los genitales con la punta del pie-. Mario, ¿sabes que no tienes ni la menor vergüenza? Tápate ahora mismo, y saluda a nuestra invitada. ¡Es una orden!
Pero la respuesta de Mario fue revolcarse hasta el extremo de la cama, invitando a quien quisiera acompañarle.
- ¿Qué tal está el camarada Tayeh, Charlie? -preguntó-. Danos noticias de la familia.
Como un grito dentro de una iglesia, sonó el teléfono: un sonido tanto más alarmante, porque lo último que se le habría ocurrido pensar a Charlie era que pudieran tener uno. Para levantarle el ánimo, Helga, en ese momento, estaba proponiéndoles tomar un trago a su salud y charlar un rato. Había colocado unos vasos y una botella en una tabla de pan, y los transportaba ahora ceremoniosamente. Al oír el teléfono, se quedó helada, luego dejó la tabla encima de la mesa de ping-pong, que estaba a su lado. Rossino apagó la radio. El teléfono estaba solo, en una mesita de marquetería que Verona y Helga no habían quemado aún; era de los antiguos, con el auricular separado. Helga se puso al lado, pero no lo cogió. Charlie contó ocho interminables timbrazos antes de que parara. Helga seguía allí, sin dejar de mirarlo. Rossino, completamente desnudo, fue a coger una camisa del tendedero.
- Dijo que llamaría mañana -comentó, mientras empezaba a ponérsela-. ¿Qué pasa ahora de repente?
- Calma -replicó Helga.
Verona continuó removiendo lo que estuviera guisando, pero más despacio, como si la prisa fuera peligrosa. Era una de esas mujeres cuyos movimientos parecen salir siempre de los codos.
El teléfono volvió a sonar, dos llamadas, y esta vez Helga lo cogió, pero en seguida volvió a dejarlo. Pero, a la tercera llamada, contestó con un «sí», y luego estuvo escuchando, sin mover la cabeza ni sonreír, quizá durante un par de minutos, antes de decir:
- Los Minkels han cambiado sus planes. Van a pasar la noche en Tubinga, donde tienen amigos en la facultad. Llevan cuatro maletas grandes, muchas piezas pequeñas, y una cartera-. Con su instinto seguro para causar efecto, cogió un trapo húmedo del fregadero de Verona, y borró el plano que estaba pintado en el tablero-. La cartera es negra, con herrajes sencillos. El sitio de la conferencia se ha cambiado también. La policía no tiene sospechas, pero está nerviosa. Están tomando lo que ellos llaman precauciones razonables.
- ¿Qué es lo que les pasa? -preguntó Rossino.
- La policía quiere aumentar el número de vigilantes, pero Minkel se niega a que lo hagan. Es lo que se llama un hombre de principios. Dice que si va a predicar sobre la ley y la justicia, no pueden verle rodeado de policía secreta. Para Imogen, nada ha cambiado. Sus órdenes son las mismas. Es su primera acción. Y va a ser la estrella absoluta. ¿No es verdad, Charlie?
De repente, todos estaban mirándola: Verona de una forma fija e inexpresiva, Rossino, con una sonrisa de entendido, y Helga, con una mirada franca y directa, de la que la duda, como siempre, estaba ausente.
Estaba tumbada de espaldas, con el brazo debajo de la cabeza, a modo de almohada. Su dormitorio no era el coro de una iglesia, sino una buhardilla sin luz ni cortinas. La cama, un colchón de crin y una manta amarillenta que olía a alcanfor. Helga estaba sentada a su lado, atusándole el pelo teñido con su mano fuerte. La luz de la luna entraba por la ventana alta; la nieve creaba su propio silencio. Alguien debía escribir aquí un cuento de hadas. Mi amante se acostaría conmigo a la luz rojiza de su linterna. Estaba en una cabaña de madera, a salvo de todo, menos del día de mañana.
- ¿Qué te pasa, Charlie? Abre los ojos. ¿Ya no te gusto?