Interpretó este papel hasta el límite, desde el iracundo y seco ademán con que participaba en el combate sin armas hasta el inquebrantable gesto ceñudo con que miraba su cara en el espejo cuando se peinaba brutalmente el pelo negro en el que empezaban a asomar las raíces pelirrojas. Hasta que lo que había empezado como un ejercicio de fuerza de voluntad acabó convirtiéndose en un hábito mental y corporal, una enfermiza, permanente y solitaria ira que se comunicaba rápidamente a su público, tanto a los instructores como a los alumnos. Casi desde el primer momento aceptaron su relativa rareza, que le permitía mantener distancias. Es posible que hubieran visto esa misma actitud en otros; Joseph le había dicho que no sería la primera. Su costumbre de llevar camisas de hombre adquirió una macabra dignidad cuando hizo saber que eran las de su asesinado amante. La fría pasión con que actuaba en las sesiones de prácticas de tiro -que iban desde los lanzacohetes manuales soviéticos hasta el inevitable Kalashnikov, pasando por la fabricación de bombas con cables eléctricos rojos y detonadores -impresionó hasta al exaltado Bubi. Era una alumna entregada, pero se mantenía apartada. Gradualmente notó que le mostraban cierta deferencia. Los hombres, incluso los de la milicia siria, dejaron de hacerle proposiciones de forma indiscriminada; las mujeres dejaron de sentir recelos de su despampanante tipo; los camaradas más débiles empezaron a buscar tímidamente su apoyo, y los fuertes la trataron de igual a igual.
En su dormitorio había tres camas, pero al principio no tenía más que una sola compañera: una diminuta muchacha japonesa que pasaba mucho tiempo rezando de rodillas, pero que no hablaba con los mortales en ningún idioma que no fuera el suyo. Cuando dormía, rechinaba los dientes tan fuerte que una noche Charlie la despertó, se sentó a su lado, cogiéndole la mano mientras ella lloraba con silenciosas lágrimas asiáticas, y estuvieron así hasta que los altavoces empezaron a vomitar música y llegó la hora de levantarse. Poco después, y sin explicaciones, también ella desapareció, para ser sustituida por dos hermanas argelinas que fumaban cigarrillos rancios y parecían estar tan enteradas como Bubi de todo lo concerniente a armas y bombas. A Charlie le parecieron chicas corrientes, pero los instructores las veneraban por haber sido las autoras de una hazaña armada contra el opresor que nadie llegó a explicar en qué había consistido. Por las mañanas salían, todavía adormiladas, del barracón de los instructores, enfundadas en sus monos de lana, mientras las menos favorecidas terminaban sus ejercicios de combate sin armas. De modo que Charlie dispuso durante una temporada de su dormitorio para ella sola, y aunque Fidel, el amable cubano, apareció allí una noche, tan relimpio y repeinado como un niño del coro, dispuesto a estrecharla con su amor revolucionario, ella conservó su pose de firme abnegación y no le concedió ni un beso antes de echarlo.
El primero que le pidió sus favores después de Fidel fue Abdul el norteamericano. Fue a verla una noche, a última hora, y llamó tan suavemente que ella creyó que sería una de las argelinas, porque acostumbraban olvidarse la llave. A estas alturas Charlie había deducido que Abdul era un miembro permanente del campamento. Porque trataba a los instructores con gran intimidad, le dejaban mucha libertad, y no tenía más trabajo que el de leer sus aburridos artículos y citar a Marighella con un atronador acento del profundo Sur, que Charlie sospechaba que era postizo. Fidel, que le admiraba, dijo que era un desertor de la guerra de Vietnam, que odiaba el imperialismo y había llegado allí vía La Habana.
- ¡Hola, tía! -dijo Abdul, colándose en el dormitorio con una sonrisa en los labios, antes de que ella tuviera tiempo de cerrarle la puerta en las narices. Se sentó en la cama de Charlie y empezó a liar un pitillo.
- ¡Lárgate! -dijo ella.
- Claro -dijo él, que siguió liando el pitillo. Era alto, con entradas y, visto de cerca, muy flaco. Llevaba uniforme militar cubano y tenía una sedosa barba castaña a la que parecía faltarle pelo.
- ¿Cómo te llamas en realidad? -preguntó él.
- Smith, Leila Smith.
- Me gusta. Smith. -Y repitió el apellido varias veces en diversos tonos-. ¿Eres irlandesa, Smith? -Encendió el pitillo y se lo ofreció a Charlie. Ella le ignoró-. Tengo entendido que eres propiedad privada de mister Tayeh. Admiro tu buen gusto. Tayeh no se conforma con cualquier cosa. ¿Cómo te ganas la vida, Smith?
Ella cruzó el dormitorio a grandes zancadas, fue a la puerta y la abrió de golpe, pero él se quedó en la cama, sonriendo levemente con una mueca maliciosa a través del humo de su pitillo.
- ¿No quieres joder? -preguntó él-. ¿Qué pena! Esas Fráuleins son como elefantes enanos de circo. Pensaba que tú y yo podíamos elevar un poco el nivel. Hacer una demostración de las Relaciones Especiales).
Se levantó lánguidamente, tiró el pitillo al lado de la cama y lo apagó con la bota.