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A la mañana siguiente, regresó a Jerusalén y, tras presentarse en la calle Disraeli, pasó casi todo el día errando por las calles de la ciudad en la que había librado tantas batallas y visto el derramamiento de tanta sangre, incluyendo la suya. Y todavía daba la sensación de que estuviera cuestionando todo lo que veía. Miraba con deslumbrado desconcierto las estériles arcadas del barrio judío recién reconstruido; se sentó en los vestíbulos de los altísimos hoteles que actualmente echan a perder el perfil de los tejados de Jerusalén, y contempló meditabundo los grupos de honrados ciudadanos norteamericanos procedentes de Oshkosh, Dallas y Denver, recién descargados de sus jumbos, con su buena fe y su mediana edad, para mantener el contacto con sus antepasados. Se asomó a las pequeñas tiendas que vendían caftanes árabes bordados a mano y artefactos árabes garantizados por los dueños; oyó la inocente charla de los turistas, inhaló sus caros perfumes y les oyó quejarse, aunque con amabilidad y camaradería, de la calidad de los bistecs al estilo de Nueva York, que no parecían tener el mismo sabor que en Estados Unidos. Y pasó una tarde entera en el Museo del Holocausto, mirando preocupado fotografías de niños que, de haber sobrevivido, tendrían ahora su edad.

Después de enterarse de todo esto, Kurtz interrumpió antes de lo fijado el permiso de Becker y le puso a trabajar otra vez. «Entérate de todo lo de Freiburg -le dijo-. Repasa las bibliotecas. Entérate de las personas que conocemos allí, obtén los planos de la universidad. Consigue planos de los edificios y de la ciudad. Averigua todo lo que necesitamos y más. Y tenlo todo listo para ayer.»

- Los buenos combatientes -le dijo Kurtz a Elli para consolarse-, no son nunca gente normal. Si no son absolutamente necios, tienden a pensar demasiado.

Pero Kurtz se asombró a sí mismo cuando descubrió hasta qué punto podía aún encolerizarle la oveja descarriada.


23


Había llegado al límite. De todas las vidas que había vivido hasta entonces, aquélla era la peor, una vida que necesitaba olvidar incluso mientras la vivía en aquel sanguinario internado provisto, encima, de violadores, aquel centro de debates plantado en medio del desierto y en el que los argumentos eran balas de verdad. El maltrecho sueño de Palestina estaba a cinco horas de durísimo camino en coche, al otro lado de las colinas, y en lugar de eso tenían que contentarse con aquel fuerte en mal estado que parecía el decorado para una nueva producción de Beau Geste, con almenas de piedra amarilla y una escalera de piedra y la mitad de uno de sus muros destruida por los bombardeos, y una puerta principal protegida con sacos de arena y coronada con un asta golpeteada por las deshilachadas cuerdas que agitaba un viento abrasador, en la que nunca ondeaba ninguna bandera. Que ella supiera, nadie dormía en el fuerte. El fuerte era para la administración y las entrevistas; y para el cordero con arroz tres veces al día; y las indigestas discusiones de grupo hasta después de la medianoche en las que los alemanes orientales arengaban a los alemanes occidentales y los cubanos arengaban a todo el mundo, y un fantasma norteamericano que se hacía llamar Abdul leía un artículo de veinte páginas que trataba de la inminente consecución de la paz mundial.

El otro centro social con el que contaban era el sitio donde hacían prácticas de tiro con arma corta, un recinto pequeño que no era una cantera abandonada en lo alto de una colina, sino un viejo barracón con las ventanas tapadas y una hilera de bombillas eléctricas colgadas de las vigas de acero, y reventados sacos de arena en todas las paredes. Los blancos no eran tampoco barriles de petróleo, sino efigies de tamaño natural que representaban brutales infantes de marina norteamericanos, con muecas pintadas y bayonetas caladas y rollos de papel adhesivo pardo a sus pies para remendar los agujeros de bala después de las prácticas. Había una constante demanda de utilización de este campo de tiro, muchas veces en plena noche, y estaba lleno de jactanciosas carcajadas y gruñidos de competitiva decepción, Un día apareció un gran combatiente, algún tipo de VIP del terrorismo que llegó en un Volvo conducido por un chófer, y despejaron el barracón para que él hiciera prácticas en solitario. Otro día hizo brutal acto de presencia en medio de una clase una pandilla de negros muy locos que vaciaron uno tras otro muchos depósitos de municiones sin prestar la más mínima atención al joven germano oriental que estaba al mando.

- ¿Qué, blanco, te ha gustado? -bramó uno de ellos, volviendo la cara por encima del hombro, con fuerte acento sudafricano.

- Por favor… ¡Oh, sí! Ha estado muy bien -dijo el alemán oriental, perplejo ante su actitud discriminativa.

Se fueron contoneándose, partiéndose de risa y dejando a los infantes de marina más agujereados que un colador, con lo cual la primera hora de adiestramiento de las chicas tuvo que ser dedicada a reparar los muñecos con parches de pies a cabeza.

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