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El complot de Kurtz produjo, sin embargo, algún efecto porque al día siguiente Becker partió para un viaje que posteriormente fue interpretado como una expedición en la que había tratado de juzgarse a sí mismo en relación con los principios fundamentales de su vida. Alquiló un coche y fue primero a Tel Aviv, donde, tras realizar algunas transacciones con el director de su banco, visitó el viejo cementerio donde estaba enterrado su padre. Puso flores en la tumba, limpió meticulosamente la zona circundante con una azadita que le prestaron, y dijo «Kaddish» en voz alta, aunque ni él ni su padre habían tenido mucho tiempo para la religión. De Tel Aviv salió en dirección sudeste, hasta Hebrón, o como hubiera dicho Michel, El Jalil. Visitó la mezquita de Abraham, que desde la guerra del 67 se utiliza, no sin dificultades, como sinagoga; charló con los soldados de la reserva que, con sus desaseados gorros de camuflaje y sus camisas desabrochadas hasta el ombligo, haraganeaban en la entrada y patrullaban por las almenas.

¿Qué diablos, se dijeron los unos a los otros cuando se fue Becker -aunque ellos le llamaron por su nombre hebreo-, qué diablos hacía nada menos que el legendario Gadi en persona, el hombre que combatió en la conquista de Golán desde detrás de las líneas sirias en aquel infernal agujero árabe, y con aquel aspecto de preocupación?

Bajo sus admirados ojos, anduvo errando por el antiguo mercado cubierto, sin hacer caso aparentemente de la explosiva calma y las provocativas miradas oscuras de los ocupados. Y a veces, como si estuviera pensando en otras cosas, hacía una pausa y hablaba en árabe con un tendero, preguntándole si tenía cierta especia o cuánto costaban unos zapatos, mientras los chiquillos se congregaban a su alrededor para oírle, y una vez, con gran atrevimiento, hasta tocarle la mano. Regresó luego a su coche, dijo adiós con la cabeza a los soldados y se dirigió a las estrechas carreteras que enfilan el paisaje entre los intensamente rojos terraplenes llenos de viñas, hasta que poco a poco fue acercándose a las aldeas árabes situadas en la ladera este de la cumbre de las colinas, con sus casas aplastadas y sus antenas altas como la torre Eiffel en los techos. En las rampas más altas había una delgada capa de nieve; montones de nubes oscuras daban a la tierra un brillo cruel e inquietante. Al otro lado del valle, una nueva colonia israelí de enorme tamaño destacaba como un emisario de algún planeta invasor.

En una de las aldeas Becker bajó del coche a tomar el aire. Era la aldea en la que había vivido la familia de Michel hasta que, el 67, su padre creyó llegado el momento de huir.

- Entonces, ¿también fue a visitar su propia tumba? -preguntó desabridamente Kurtz cuando oyó todo esto-. Primero la de su padre y luego la suya, ¿eh?

Hubo un momento de desconcierto antes de la carcajada general que estalló cuando recordaron la creencia islámica según la cual José, el hijo de Isaac, también había sido sepultado en Hebrón, lo cual es falso, como bien saben todos los judíos.

Desde Hebrón, al parecer, Becker se dirigió hacia el norte, camino de Galilea, hasta llegar a Beit Shean, una ciudad árabe colonizada por los judíos después de que, tras la guerra del 48, fuese abandonada. Tras entretenerse en ella lo suficiente como para admirar el anfiteatro romano, siguió su camino lentamente hacia Tiberíades, que está convirtiéndose a gran velocidad en la ciudad-balneario del norte del país, y cuenta con gigantescos hoteles nuevos de estilo norteamericano alineados frente a la orilla, un establecimiento de baños, muchas grullas, y un excelente restaurante chino. Pero el interés de Becker por todo aquello parecía ser mínimo, pues no se detuvo, sino que se limitó a conducir muy despacio, asomándose a la ventanilla para mirar los rascacielos como si estuviese contándolos. Después emergió en Metulla, en la mismísima frontera norte con el Líbano. La frontera estaba señalada por una faja arada precedida por varias filas de alambradas. En tiempos mejores se la conocía con el nombre de La buena valla. A uno de sus lados, unos ciudadanos israelíes vigilaban desde una plataforma de observación, mirando con expresiones desconcertadas y a través de las alambradas hacia los yermos. Del otro lado, las milicias cristianas libanesas subían y bajaban de la frontera con toda clase de vehículos que llenaban de los abastecimientos que les proporcionaban los israelíes para su interminable y sangrienta lucha contra los usurpadores palestinos.

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