Había al menos media docena de Freiburg, pero en el primero que pensaron fue en una pequeña ciudad de ese nombre situada en Suiza, país de origen de Mesterbein. En este Freiburg se habla francés y alemán, y su burguesía tiene, incluso para los propios suizos, fama por su terquedad. Sin esperar ni un momento más, Kurtz despachó a un par de investigadores muy sigilosos con órdenes de descubrir cualquier objetivo concebible para un ataque antijudío, y especialmente a todas las empresas que tuvieran contratos con el ministerio israelí de
Defensa; comprobar, hasta dónde pudieran sin colaboración de las autoridades, todas las habitaciones 251 de los hospitales, hoteles y edificios de oficinas; y los nombres de todos los pacientes a los que se tenían que realizar apendicectomías el día veinticuatro del mes corriente; o las operaciones de cualquier clase que estuvieran fijadas para las 18.00 de ese mismo día.
La Agencia Judía de Jerusalén facilitó a Kurtz una lista al día de todos los judíos destacados residentes en esa ciudad, junto con la relación de los templos a los que acudían y los centros donde se relacionaban. Preguntó si había allí algún hospital judío o, en caso negativo, si existía algún hospital que se hiciera cargo de las necesidades de los judíos ortodoxos. Y así sucesivamente.
Pero Kurtz, al igual que los demás, luchaba contra sus propias convicciones. Todos aquellos presuntos objetivos carecían del efecto dramático que había distinguido a todos los anteriores; ninguno de ellos podría
Hasta que, en medio de todas estas pesquisas, una tarde, casi como si sus energías aplicadas sobre un punto hubieran forzado a la verdad a emerger en otro, Rossino, el sanguinario italiano, tomó un avión que le llevó de Viena a Basilea, y allí alquiló una motocicleta. Cruzó la frontera, entró en Alemania, y recorrió durante cuarenta minutos la carretera que llevaba a la antigua ciudad catedralicia de Freiburg-im-Breisgau, antigua capital del estado de Baden. Una vez allí, después de disfrutar de un sabroso almuerzo, se presentó en el Rektorat de la universidad y pidió amablemente que le informaran sobre un curso de conferencias de temas humanistas organizado por la facultad de derecho, y que estaba parcialmente abierto al público en general, y luego, con más disimulo, pidió que le indicaran, sobre un plano de la universidad, la situación del aula 251.
Fue un rayo de luz en medio de la niebla. Rachel había acertado; Kurtz había acertado; Dios era justo, y también lo era Misha Gavron. Las fuerzas del mercado habían llegado naturalmente a la solución.
La única persona que no compartió el júbilo general fue Gadi Becker.
¿Dónde estaba Becker? Había ocasiones en las que había otros que parecían saber la respuesta mejor que él mismo. Un día caminaba de un lado a otro por la casa de la calle Disraeli fijando su inquieta mirada en las máquinas de descifrado que, demasiado ocasionalmente para su gusto, informaban de los momentos en que su agente, Charlie, era localizada. Esa misma noche -o, por decirlo más exactamente, a primera hora de la madrugada del día siguiente- apretó el timbre de casa de Kurtz, despertó a Elli y los perros, y pidió que le asegurasen que no se descargaría ningún golpe contra Tayeh ni contra nadie hasta que Charlie estuviese a salvo; dijo que había oído rumores.
- Misha Gavron no es famoso precisamente por su paciencia -dijo con sequedad.
Si regresaba alguno de los hombres que actuaban sobre el terreno -por ejemplo, el muchacho conocido por el nombre de Dimitri, o su compañero Raoul, que se había escapado en un bote de caucho-, Becker insistía en que se le permitiese estar presente en los interrogatorios, para hacerle preguntas acerca de la situación en que Charlie se encontraba.
Después de varios días de esta actitud, Kurtz acabó hartándose de verle -«me persigue como si fuese mi mala conciencia»- y le amenazó abiertamente con prohibirle el acceso a la casa, hasta que algunos consejos más prudentes le hicieron modificar su actitud.
- Un contrabandista de agentes sin su agente es como un director sin orquesta -le explicó profundamente a Elli, mientras pugnaba por sofocar su propia ira-. Es más apropiado mimarle, ayudarle a pasar el tiempo.
Secretamente, sin más connivencia que la de Elli, Kurtz telefoneó a Frankie para decirle que su marido estaba allí, y le dio el número en el que podía encontrarle; pues Kurtz, con una magnanimidad digna de Churchill, esperaba que todo el mundo tuviera un matrimonio como el suyo.
Como estaba previsto, Frankie telefoneó; Becker -si era él quien descolgó- escuchó su voz un rato y luego volvió a colgar suavemente y sin contestar, lo cual enfureció a su esposa.