Читаем La chica del tambor полностью

- Te lo has pasado bien? -graznó Gavron-. ¿Has disfrutado grandes comilonas? Veo que mientras estabas por ahí has engordado un poco.

Desde ese mismo instante empezaron a pelear como perro y gato. Sus voces llegaron a todos los rincones, pues se gritaban y chillaban mutuamente, y golpeaban la mesa con los puños como un matrimonio en plena pelea catártica. «¿Qué se había hecho de las promesas de progreso que hiciera Kurtz? -preguntaba el Grajo-. ¿Dónde estaba esa jornada decisiva a la que se había referido? ¿Qué era eso que había oído decir de Alexis, cuando había dado a Marty instrucciones específicas de que no siguiera contando con aquel hombre?»

- ¿Te extraña que haya perdido la fe en ti después de tantos inventos, tanto dinero, tantas órdenes desobedecidas y tan pocos resultados?

Como castigo, Gavron le obligó a acudir a una reunión de su comité directivo, que a estas alturas no podía hablar de nada que no fuera la utilización del último y definitivo recurso. Kurtz tuvo que dejarse hasta el corazón en su lucha de pasillos, para conseguir apenas una modificación de sus planes.

- Pero, Marty, ¿qué es lo que has organizado? -le rogaron sus amigos-. Danos al menos algún indicio, para que sepamos por qué estamos ayudándote.

Su silencio les ofendió, e hicieron que Kurtz se sintiera como un vil apaciguador.

Había otros frentes en los que luchar. Para controlar el avance de Charlie en territorio enemigo se vio obligado a inclinarse ante los miembros del departamento especializado en el mantenimiento de los correos de base y de los puestos de escucha situados a lo largo del litoral del nordeste. Su director, un sefardí de Alepo, odiaba a todo el mundo pero odiaba especialmente a Kurtz. «¡Una pista como ésta podría llevarme a cualquier lado!», objetó. ¿Y sus propios contactos? En cuanto a su sugerencia de dar apoyo sobre el terreno para tres observadores de Litvak, con el solo propósito de darle a la chica cierta sensación hogareña en aquel nuevo ambiente, jamás había oído hablar de un acolchamiento semejante, y desde luego no se podía hacer. Sólo a costa de sangre, y de toda clase de concesiones bajo mano, pudo Kurtz obtener una colaboración en la escala que él necesitaba. Misha Gavron se mantuvo cruelmente apartado de arreglos como éste y otros similares, pues prefería que las fuerzas del mercado encontraran naturalmente la solución por sí solas. Secretamente les dijo a sus hombres que si Kurtz tenía suficiente fe en la empresa, sabría salir adelante; a un hombre así no le hacía ningún daño chocar con algunos obstáculos ni recibir, además, algún que otro varapalo, dijo Gavron.

Como no quería alejarse de Jerusalén, ni siquiera por una sola noche, mientras continuaban todas estas intrigas, Kurtz encargó a Litvak que hiciera los viajes de ida y vuelta a Europa, en calidad de emisario que debía reforzar y reformar el equipo de vigilancia, y prepararlo con todos los medios a su alcance para lo que anhelaban que fuese la última fase. Los días despreocupados de Munich, cuando un par de chicos podían satisfacer, trabajando por turnos, todas sus necesidades, habían quedado muy atrás. Para mantener una vigilancia permanente sobre el trío formado por Mesterbein, Helga y Rossino hacía falta reclutar patrullas enteras de hombres sobre el terreno que además hablaban solamente alemán y estaban en su mayoría bastante oxidados por la falta de uso. Los recelos que inspiraban a Litvak los judíos no israelíes no hicieron más que aumentar los dolores de cabeza de Kurtz, pero Litvak no quiso ceder: eran muy blandos para la acción, decía; su lealtad estaba demasiado dividida. Siguiendo órdenes de Kurtz, Litvak voló también a Frankfurt para celebrar una reunión clandestina con Alexis en el aeropuerto, en parte para conseguir su ayuda en la operación de vigilancia, y en parte -en palabras de Kurtz- «para poner a prueba su fuerza de voluntad, sobre la que albergo considerables dudas». En la práctica, la reanudación de las relaciones resultó desastrosa, porque los dos se odiaron mutuamente en cuanto se vieron. Y lo peor fue que la opinión de Litvak confirmó una predicción anterior de los psiquiatras de Gavron: que a Alexis no se le podía confiar ni un billete usado de autobús.

- Ya he tomado la decisión -le anunció Alexis a Litvak antes incluso de que se sentaran, en un furioso monólogo medio susurrado e incoherente que se deslizaba constantemente hacia el falsete-. Nunca me arrepiento de una decisión; todo el mundo lo sabe. Me presentaré a mi ministro en cuanto termine esta reunión, y lo confesaré todo abiertamente. No hay otra alternativa para un hombre de honor.

Alexis, como se vio rápidamente, no sólo había cambiado de idea, sino también, y radicalmente, de chaqueta.

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