Y también sucedió que en ese preciso momento, su mirada había sido atraída por un pequeño espectáculo subsidiario que se desarrollaba frente al lugar en el que estaban Salma y ella: el de un niño siendo castigado por un guardia. El guardia se había quitado el cinturón y lo había doblado y estaba golpeando al niño en la cara con la hebilla y, durante un segundo, mientras pensaba todavía si debía intervenir, Charlie tuvo la ilusión, en medio de tanto ruido como el que la rodeaba, de que era el cinturón el que provocaba las explosiones.
Después llegó el gemido de los aviones que giraban y mucho más fuego desde el suelo, aunque indudablemente era demasiado ligero e insignificante como para impresionar a algo que estaba tan alto y era tan rápido. Cuando cayó la primera bomba fue como un anticlímax: «Si la escuchas, es que estás viva.» La vio relampaguear sobre la falda de la colina, a un cuarto de milla de distancia. Después, una negra cebolla de humo cuando el ruido y la onda explosiva pasaron por encima de ella al mismo tiempo. Se volvió hacia Salma y le gritó algo, alzando la voz como si se hubiera desatado una tormenta, aunque para entonces todo estaba sorprendentemente tranquilo. Pero el rostro de Salma estaba contorsionado en una mirada de odio mientras contemplaba el cielo.
- Cuando quieren darnos, nos dan -dijo-. Hoy están jugando con nosotros. Debes habernos traído suerte.
El significado de esta sugerencia era excesivo para Charlie, que lo rechazó de plano.
Cayó la segunda bomba y pareció más lejana todavía, o tal vez fuera que estaba menos impresionable. Podía caer en cualquier lugar excepto en estos callejones atestados, con sus columnas de niños pacientes esperando como diminutos centinelas condenados a que la lava bajara de las montañas. La banda reinició la música, mucho más alto que antes; la procesión volvió a ponerse en camino, doblemente brillante. La banda tocaba una marcha y la multitud batía palmas. Recuperando el uso de las manos, Charlie bajó a su pequeña y comenzó a batir palmas también. Las manos le hormigueaban y le dolían los hombros, pero siguió. La procesión se hizo a un lado. Pasó un jeep a toda velocidad, con las luces encendidas, seguido de ambulancias y de un coche de bomberos. Detrás de ellos quedó una cortina de polvo amarillo, como el humo de la batalla. La brisa la dispersó, la banda volvió a iniciar la música y le tocó el turno al sindicato de pescadores, representado por un furgón amarillo cubierto de retratos de Arafat, con un gigantesco pez de papel pintado de rojo, blanco y negro, en el techo. Después de esto, conducido por una banda de flautistas, venía otro río de niños con armas de madera, cantando la letra de la marcha. El canto creció, toda la multitud cantaba, y Charlie, con palabras o sin ellas, cantaba con todo su corazón.
Los aviones desaparecieron. Palestina había conseguido otra victoria.
- Mañana te llevan a otro lugar -dijo Salma mientras caminaban por la falda de la colina.
- No iré -dijo Charlie.
Oscureció y Charlie regresó sola a su casucha. Encendió una vela porque no había electricidad, y lo último que vio en la habitación fue la rama de brezo blanco colocada en el vaso de los cepillos de dientes, encima del lavatorio. Estudió la pequeña pintura del niño palestino; salió al patio, donde seguían colgadas sus ropas…
¡Hurra, están secas!» No tenía manera de planchar, de modo que abrió un cajón de su diminuto baúl y metió las ropas dobladas con la concentración en la limpieza de un habitante del campo. «Lo puso uno de mis chicos -se dijo-. Ese alegre, con dientes de oro, a quien llamo Aladino. Es un regalo de Salma en mi última noche.»
«Somos como una relación amorosa -le había dicho Salma al despedirse-. Te irás, y cuando te hayas ido, seremos un sueño.»
¡Bastardos! -pensó-. Bastardos asquerosos, asesinos. Si no hubiera estado yo aquí, los habrían bombardeado hasta el día del Juicio.»
«La única lealtad posible consiste en estar aquí», había dicho Salma.