Le siguieron a una habitación medio vacía, con trofeos deportivos metidos en cajas de cristal. Sobre una mesilla de café, colocada en el centro, había un plato lleno de paquetes de cigarrillos de distintas marcas. Una joven muy alta llevó té dulce y pasteles, pero nadie le habló. Usaba un pañuelo de cabeza, una falda ancha tradicional y zapatos chatos. ¿Esposa? ¿Hermana? Charlie no lo sabía. Tenía sombras de dolor debajo de los ojos y parecía moverse en un mundo personal de tristeza. Cuando se hubo ido, el jefe fijó una mirada feroz en Charlie e hizo un discurso sombrío con claro acento escocés. Explicó sin sonreír que durante los años del Mandato había servido en la policía de Palestina y que todavía cobraba una pensión británica. El espíritu de su pueblo, dijo, había sido muy fortalecido por sus sufrimientos. Suministró estadísticas. En los últimos doce años, el campo había sido bombardeado setecientas veces. Dio las cifras de víctimas, subrayando la proporción de mujeres y niños muertos. Las armas más eficaces eran las bombas-racimo de factura norteamericana. Los sionistas arrojaban también trampas explosivas disimuladas como juguetes. Dio una orden y un chico desapareció y regresó con un coche de carreras estropeado. Levantó la carrocería y mostró los alambres y el explosivo dentro. «Tal vez sí -pensó Charlie-. Tal vez no.» Se refirió a la diversidad de teorías políticas que había entre los palestinos, pero les aseguró seriamente que, en la lucha contra el sionismo, esas distinciones desaparecían.
- Nos bombardean a todos -dijo.
Se dirigió a ella llamándola «camarada Leila», que era como la había presentado Tayeh, y cuando hubo terminado le dio la bienvenida y se la pasó con alivio a la triste mujer alta.
- ¡Por la justicia! -dijo, al despedirse.
- ¡Por la justicia! -contestó Charlie.
Tayeh la miró cómo se iba.
Las calles estrechas tenían la oscuridad de la iluminación a bujías. Por el centro bajaba el alcantarillado abierto; sobre las colinas se movía una luna con cuarto creciente. La muchacha alta le mostraba el camino; la seguían los chicos con metralletas y el bolso de mano de Charlie. Atravesaron un campo deportivo lleno de barro y casuchas bajas que hubieran podido ser una escuela. Charlie se acordó del fútbol de Michel y se preguntó, demasiado tarde, si habría ganado algunas de las copas de plata que había en la estantería del jefe. Pálidas luces azules ardían sobre las puertas herrumbradas de los refugios antiaéreos. El ruido era el ruido nocturno de los exilios. El rock y la música patriótica se mezclaba con el murmullo atemporal de los viejos. En algún lugar, una pareja joven discutía. Sus voces se hundieron en una explosión de furia exasperada.
- Mi padre pide disculpas por la precariedad del lugar. Una regla del campo es que los edificios no deben ser permanentes de modo que no podamos olvidar dónde está nuestro verdadero hogar. Si hay una incursión aérea, por favor no espere las sirenas. Siga en la dirección en que corran todos. Después de una incursión, por favor asegúrese de no tocar nada que haya en el suelo. Estilográficas, botellas, radios… ¡Nada!
Su nombre era Salma, dijo con su sonrisa triste, y el jefe era su padre.
Charlie permitió que la hicieran adelantarse de prisa. La casucha era diminuta y limpia como la sala de un hospital. Había una palangana y un lavatorio y un patio trasero del tamaño de un pañuelo.
- ¿Qué haces aquí, Salma?
La pregunta pareció desconcertarla por un momento. Estar allí ya era una ocupación.
- ¿Dónde aprendiste inglés? -preguntó Charlie.
- En América -contestó Salma-. Era graduada en bioquímica por la Universidad de Minnesota.
Hay una paz terrible, aunque pastoral, en vivir durante mucho tiempo entre las verdaderas víctimas del mundo. En el campo, Charlie experimentó finalmente la compasión que le había sido negada hasta entonces. Esperando, se unió a las filas de los que habían esperado toda su vida. Compartiendo su cautiverio, soñó que se había liberado del suyo. Amándolos, imaginó que recibía su perdón por las muchas duplicidades que la habían llevado allí. No se le asignaron centinelas, y la primera mañana, en cuanto despertó, se puso a probar con cautela cuáles eran los límites de su libertad. No parecía haber ninguno. Recorrió el perímetro de los campos deportivos y vio a los niños pequeños, encorvados, luchando duramente para lograr el físico de los adultos. Encontró la clínica y las escuelas y las tiendas diminutas que vendían de todo, desde naranjas a champú. En la clínica, una sueca anciana le habló satisfecha de la voluntad de Dios.
- Los pobres judíos no pueden descansar mientras nos tengan sobre sus conciencias - explicó, soñadora-. Dios ha sido tan severo con ellos. ¿Por qué no podrá enseñarles a amar?