Al mediodía, Salma le llevó un pastel de queso, chato, y un tarro de té, y cuando hubieron almorzado en su casucha ascendieron juntas, atravesando un bosquecillo de naranjos, hasta lo alto de una colina muy parecida al lugar en el que Michel le había enseñado a disparar con el arma de su hermano. Una cadena de montañas marrones se extendía en el horizonte, al oeste y al sur.
- Las del este son de Siria -dijo Salma, señalando un lugar del otro lado del valle-. Pero aquéllas -y movió el brazo hacia el sur y lo dejó caer después en un súbito gesto de desesperación-, aquéllas son nuestras y de allí saldrán los sionistas para venir a matarnos.
Al descender, Charlie tuvo una visión de camiones del ejército aparcados bajo la red de camuflaje y, en un bosquecillo de cedros, el brillo opaco de los cañones que apuntaban al sur. Su padre venía de Haifa, a unas cuarenta millas de distancia, dijo Salma. Su madre había muerto, ametrallada por un bombardero israelí cuando salía del refugio. Tenía un hermano que era un próspero banquero de Kuwait. No, dijo con una sonrisa, respondiendo a la pregunta obvia: los hombres la encontraban demasiado alta y demasiado inteligente.
Por la tarde, Salma llevó a Charlie a un concierto infantil. Después fueron a una escuela y, junto con otras veinte mujeres, fijaron pegatinas chillonas en las camisetas de los niños, preparándolas para la gran manifestación, utilizando una plancha de hierro verde, como una máquina, que se quemaba a cada rato. Algunas de las pegatinas eran consignas en árabe que prometían la victoria total; otras eran fotografías de Yaser Arafat, a quien las mujeres llamaban Abu Ammar. Charlie se quedó con ellas la mayor parte de la noche y se transformó en su campeona. Dos mil camisetas de las tallas correctas, hechas a tiempo gracias a la camarada Leila.
Pronto su casucha estuvo llena de niños del amanecer al atardecer. Algunos iban a hablar inglés con ella; otros, a enseñarle a bailar y a cantar sus canciones. Y otros, finalmente, para coger su mano y caminar calle arriba y calle abajo en su compañía, porque eso era prestigioso. En cuanto a sus madres, le llevaban tantas galletas, dulces y pasteles de queso que hubiera podido mantenerse allí para siempre, que era lo que deseaba hacer.
«¿Y quién es ella?», se preguntaba Charlie, aplicándose a imaginar otra historia incompleta, mientras miraba a Salma recorriendo su triste camino privado entre su gente. La explicación fue insinuándose de manera gradual. Salma había estado en el mundo. Sabía cómo hablaban los occidentales de Palestina. Y había visto con mayor claridad que su padre lo lejos que estaban las montañas marrones de su hogar.
La gran manifestación tuvo lugar tres días más tarde, comenzando en el campo deportivo, en medio del calor de la mañana, y avanzando lentamente alrededor del campo, por calles atestadas de gente y adornadas con banderas bordadas a mano que hubieran sido el orgullo de cualquier instituto femenino inglés. Charlie estaba de pie en la puerta de su casucha, levantando a una niñita que era demasiado pequeña como para marchar, y el ataque aéreo empezó un par de minutos después de que hubo pasado la maqueta de Jerusalén, que llevaba media docena de niños. Primero venía Jerusalén, con la mezquita El Aqsa, hecha con papel dorado y conchillas. Después, venían los hijos de los mártires, llevando cada uno una rama de olivo y una de las camisetas en las que habían trabajado. Después, como una continuación de las festividades, llegó el alegre tamborileo de fuego desde la colina. Pero nadie gritó ni comenzó a huir. Todavía no. Salma, que estaba de pie junto a ella, ni siquiera levantó la cabeza.
Hasta entonces, Charlie no había pensado en los aviones. Había visto un par de ellos, muy arriba, admirando las estelas blancas mientras daban vueltas ociosas por el cielo azul. Pero, en su ignorancia, no se le había ocurrido que los palestinos podían no tener aviones, o que las fuerzas aéreas israelíes podían molestarse ante las demandas fervientes de su territorio hechas a tan poca distancia de la frontera. Había estado más interesada en las muchachas de uniforme bailando en los flotadores arrastrados por tractores, balanceando las metralletas atrás y adelante al ritmo de la multitud; en los chicos combatientes con tiras de kuffias rojas al estilo apache rodeando sus frentes, de pie en la parte trasera de los camiones con sus metralletas; en el aullido interrumpido de tantas voces de uno a otro extremo del campo. ¿Es que no enronquecían nunca?