Читаем La chica del tambor полностью

Los aviones regresaron dos horas después, antes de la oscuridad, cuando Charlie estaba de regreso en su casucha. La sirena comenzó demasiado tarde y todavía corría hacia los refugios cuando llegó la primera ola: eran dos, que se separaron de una exhibición aérea que ensordecía a la multitud con sus motores. ¿Volverán a levantarse alguna vez? Lo hicieron y el estallido de sus primeras bombas la arrojó contra la puerta de acero, aunque el ruido no era tan malo como el temblor de tierra que lo acompañaba y los histéricos gritos que llenaban el humo negro y hediondo del otro lado del campo de deportes. El golpe de su cuerpo alertó a alguien de los que estaban adentro, la puerta se abrió y fuertes manos de mujer la metieron en la oscuridad y la obligaron a sentarse en un banco de madera. Al comienzo estaba sorda como una tapia, pero gradualmente fue oyendo los gemidos de los niños aterrorizados y las voces más calmas, pero fervientes, de sus madres. Alguien encendió una lámpara de aceite y la colgó de un gancho en el centro del cielo raso, y durante un rato a Charlie le pareció, en medio de su mareo, que estaba viviendo en el interior de un grabado de Hogarth colgado al revés. Después vio que Salma estaba a su lado y recordó que había estado con ella desde el comienzo de la alarma. Siguieron otro par de aviones -¿o era el primer par que daba una segunda vuelta?-, la lámpara de aceite se agitó y su visión se corrigió mientras las bombas se aproximaban en un crescendo cauteloso. Sintió las dos primeras como golpes en el cuerpo…, no, otra vez no, otra vez no, por favor. La tercera fue la más ensordecedora y la mató en seguida; la cuarta y la quinta le dijeron que, después de todo, seguía viva.

- ¡América! -gritó de pronto una mujer, con histeria y dolor, dirigiéndose a Charlie-. ¡América, América, América!

Trató de conseguir que las otras mujeres la acusaran también, pero Salma le dijo suavemente que se quedara tranquila.

Charlie esperó una hora, aunque probablemente fueran dos minutos, y al no oír nada, miró a Salma para decir «Vámonos», porque había decidido que no había nada peor que el refugio. Salma meneó la cabeza.

- Están esperando que salgamos -explicó con tranquilidad, pensando tal vez en su madre-. No podemos salir antes de que oscurezca.


22


Charlie no era la única que veía pasar el tiempo y desplegarse su vida ante sus ojos. Desde el momento en que había pasado al otro lado, Litvak, Kurtz y Becker -toda su ex familia, de hecho- se habían visto forzados, de uno u otro modo, a refrenar su impaciencia para adaptarla al ajeno e imprevisible ritmo de sus adversarios. «No hay nada tan duro en una guerra -solía decir Kurtz a sus subordinados, y seguramente también a sí mismo- como la heroica hazaña de contenerse.»

Kurtz estaba conteniéndose como jamás lo había hecho en toda su carrera. El acto mismo de retirar su harapiento ejército de las sombras inglesas donde actuaba fue -al menos para sus soldados de infantería- algo más parecido a una derrota que las victorias que hasta entonces habían obtenido pero apenas celebrado. Pocas horas después de la partida de Charlie, la casa de Hampstead fue devuelta a la diáspora, la furgoneta de la radio desmantelada, su equipo electrónico enviado por valija diplomática a Tel Aviv, desacreditado en cierto modo. La furgoneta misma, una vez desprovista de sus placas de matrícula falsas y arrancados los números de motor, se convirtió en uno de tantos montones de chatarra chamuscados, en algún lugar a medio camino entre los brezales de Bodmin y la civilización. Pero Kurtz no se entretuvo en contemplar estas exequias. Regresó a toda prisa a la calle Disraeli, se encadenó a pesar suyo al despacho que odiaba, y volvió a convertirse en el coordinador de cuyas funciones se había burlado ante Alexis. Jerusalén disfrutaba de unos suaves días de sol invernal, y mientras él corría de un edificio de oficinas secretas a otro, repeliendo ataques y rogando que le concedieran recursos, las doradas piedras de la Ciudad Amurallada se reflejaban en el trémulo resplandor azul del cielo. Por una vez, Kurtz no obtuvo ningún consuelo de esta visión. Su máquina de guerra, dijo posteriormente, se había convertido en un carruaje tirado por caballos que iban cada uno por su lado. Sobre el terreno, pese a todos los esfuerzos que Gavron hacía por impedírselo, Kurtz actuaba por su cuenta; en su país, donde cada político de segunda fila y cada soldado de tercera se creía un genio del espionaje, tenía más críticos que Elías y más enemigos que los samaritanos. La primera batalla que libró fue en defensa de la existencia de Charlie y quizá también de la suya propia, cierta clase de escena obligatoria que empezó en el momento mismo en que pisó la oficina de Gavron. Gavron el Grajo ya se encontraba de pie, con los brazos en alto, poniéndose en forma para la reyerta. Su revuelta pelambre estaba más alborotada incluso que de costumbre.

Перейти на страницу:

Похожие книги