Читаем La chica del tambor полностью

Y estaba firmada «M», lo cual hizo comprender a los analistas que había, entre estos dos, otro comunicado, que no había llegado a sus manos; tal era al menos hasta entonces la forma en la que Michel había recibido de vez en cuando las órdenes. La postal «L», a pesar de los esfuerzos de todo el mundo, no llegó a ser localizada. Pero dos de las chicas de Litvak se hicieron con una carta echada al correo por la propia presa, en este caso Berger, dirigida nada menos que a Anton Mesterbein, en Ginebra. Lo organizaron muy bien. Berger estaba entonces de visita en Hamburgo, viviendo con uno de sus múltiples amantes en una comuna de gente de clase alta, en Blankanese. Un día que la siguieron cuando se dirigía hacia el centro de la ciudad, las chicas la vieron echar subrepticiamente una carta a un buzón. En cuanto se fue, ellas echaron un sobre escrito por ellas mismas, un sobre grande de color amarillo, franqueado y listo para una contingencia de este tipo, para que quedase encima del de ella. Entonces la más guapa de las dos chicas se quedó de guardia junto al buzón. Cuando llegó el empleado de correos para vaciarlo, ella le contó tal historia de amor e ira, y le hizo promesas tan explícitas, que el hombre se quedó sonriendo dócilmente, mientras ella pescaba la carta de entre el montón, antes de que echase a perder su vida para siempre. Aunque la que cogió no fue su propia carta, sino la de Astrid Berger, cobijada justo debajo del gran sobre amarillo. Después de abrirla al vapor y fotografiarla, la metieron en el mismo buzón a tiempo para la siguiente recogida.

El premio obtenido fue una maraña de ocho páginas que rezumaban pasiones de colegiala. Berger debía estar colocada cuando la escribió, aunque quizá sólo fuera producto de su propia adrenalina. Era una carta franca, que hacía un elogio de la potencia sexual de Mesterbein. Se lanzaba luego a rodeos ideológicos que vinculaban arbitrariamente El Salvador con el presupuesto germano-occidental de defensa, y las elecciones en España con algún reciente escándalo ocurrido en Sudáfrica. Hablaba furiosamente de los bombardeos sionistas del Líbano y se refería a la «solución final» que querían aplicar los israelíes a los palestinos. Hablaba del placer de vivir, pero lo encontraba todo mal en todas partes; y, presuponiendo claramente que el correo de Mesterbein estaba siendo leído por las autoridades, se refería virtuosamente a la necesidad de mantenerse «en todo momento dentro de los límites legales». Pero tenía una posdata, de una sola línea, escrita apresuradamente como un simple chiste de despedida, subrayada muchas veces y respaldada por signos de exclamación. Un jactancioso y burlón juego de palabras privado pero que contenía quizá, como otras frases de despedida, todo el sentido del discurso que la antecedía. Y estaba escrita en francés: «Attention! On va épater les Bourgeois!»

Los analistas se congelaron al verla. ¿Por qué esa B mayúscula? ¿Por qué estaba tan subrayada la frase? ¿Tan inculta era Helga que aplicaba a los nombres comunes franceses una regla de su alemán nativo? Era ridículo. ¿Y por qué aquel apóstrofe tan cuidadosamente añadido en la parte superior izquierda de esa mayúscula? Mientras los criptólogos y analistas sudaban sangre en su intento de descifrar la clave, mientras las computadoras se estremecían y crujían y sollozaban produciendo incontables permutaciones imposibles, fue la sencilla Rachel, precisamente, con la simplicidad típica de las chicas del norte de Inglaterra, quien supo avanzar por el camino recto que conducía a la conclusión más obvia. Rachel hacía crucigramas en sus ratos libres y soñaba con ganar un coche.

«Tío Frei» es la primera mitad, declaró simplemente, y «Bourgeois» es la segunda. Los «Freibourgeois» son los habitantes de Freiburgo, que van a quedar escandalizados ante una «operación» que ocurrirá a las seis de la tarde del día veinticuatro. Habitación 251

- Bien, creo que tendríamos que investigarlo, ¿no os parece? - dijo a los aturdidos expertos.

- Sí -tuvieron que admitir-. Tendríamos que investigarlo.

Las computadoras fueron apagadas, pero durante uno o dos días todavía reinó el escepticismo. Era demasiado absurdo. Francamente infantil.

Sin embargo, tal como ya habían tenido ocasión de comprobar, Helga y los de su calaña se negaban casi por principio a utilizar ningún método sistemático de comunicación. Creían que los camaradas debían hablarse de corazón revolucionario a corazón revolucionario, utilizando serpenteantes alusiones fuera del alcance de los cerdos.

- Probémoslo -dijeron.

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