- No es que tenga nada contra los judíos, naturalmente -prosiguió-. Como alemán tengo mi mala conciencia, pero por las experiencias recientes… cierto incidente con una bomba…, ciertas medidas que me he visto forzado…, víctima del chantaje…, a tomar…, he acabado comprendiendo los motivos por los cuales los judíos se han convertido históricamente en objeto de persecución. Perdóneme.
Litvak, con su impermeable expresión ceñuda, no le perdonó.
- Su amigo Schulmann, un hombre con talento…, impresionante… y también persuasivo…, su amigo carece en absoluto de moderación. Ha llevado a cabo en suelo alemán actos de violencia para los que carecía de autorización; durante demasiado tiempo se nos ha acusado a nosotros, los alemanes, de cometer excesos de un grado intolerable. Pues bien, él rivaliza con esos excesos.
Litvak ya tenía suficiente. Con una expresión pálida y enfermiza, apartó la mirada, quizá para ocultar su furia.
- ¿Por qué no le llama y se lo dice usted mismo? -sugirió.
Y así lo hizo Alexis, desde las oficinas de teléfonos del aeropuerto, y utilizando el número especial que Kurtz le había dado, mientras Litvak permanecía a su lado, escuchando la conversación con el otro auricular.
- Bien, Paul: haz lo que has dicho -le aconsejó animadamente Kurtz cuando Alexis terminó. Luego su tono cambió-: Y cuando hables con el ministro, asegúrate de informarle también de todo lo de esa cuenta que tienes en un banco suizo. Porque si no lo haces, quizá me sienta tan impresionado por tu magnífico ejemplo de sinceridad que tendré que ir a verle para decírselo yo.
Después de lo cual Kurtz ordenó a su centralita que no aceptase ninguna llamada más de Alexis durante las siguientes cuarenta y ocho horas. Pero Kurtz no guardaba rencores. Nunca guardaba rencor a un agente. Terminado el período de enfriamiento, lo dispuso todo de modo que le quedara un día libre e hizo también una peregrinación a Frankfurt, donde encontró al buen doctor muy recuperado. La referencia a la cuenta bancaria en Suiza, aunque Alexis la calificó entristecido de «antideportiva», le había tranquilizado, pero el factor que más contribuyó a su recuperación fue la alegría que tuvo al ver sus propios rasgos en las páginas centrales de un tabloide alemán muy popular -unos rasgos resueltos, entregados, pero siempre con ese subyacente ingenio propio de Alexis-, que le convencieron de que él era quien el periódico decía que era. Kurtz le dejó con esta feliz ficción y, como premio, se llevó de regreso una tentadora prueba para ser examinada por sus fatigados analistas, y que había sido hasta entonces retenida por el enfurecido Alexis: la fotocopia de una postal dirigida a uno de los muchos otros seudónimos de Astrid Berger.
Letra desconocida, matasellos del distrito séptimo de París. Interceptada por el servicio alemán de correos, según órdenes emanadas de Colonia.
El texto, en inglés, decía: «El pobre tío Frei será operado el mes próximo tal como estaba planeado. Pero esto tiene al menos la ven-taja de que podrás usar la casa de V. Te veré allí. Te quiere K.»
Tres días después, la misma red recogió una segunda postal escrita con la misma letra, enviada a otra de las direcciones seguras de Berger, aunque el matasellos fuera esta vez de Estocolmo. Alexis, que volvía a colaborar plenamente otra vez, la hizo enviar a Kurtz por correo especial. El texto era breve: «La apendicectomía de Frei será en la habitación 251, el día 24 a las 18.00.»