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Pero en aquel entonces Metulla era también la terminal lógica de las líneas de correo que subían hasta Beirut, y el servicio de Gavron tenía allí un discreto grupo encargado de organizar el tránsito de agentes. El gran Becker se presentó a última hora de la tarde, ojeó el registro de la sección, hizo algunas preguntas inconexas sobre la situación de las fuerzas de la ONU, y volvió a irse. Con aspecto preocupado, dijo el comandante de la sección. Quizá estuviera enfermo. Lo parecía por sus ojos y el color de su tez.

- ¿Y qué demonios estaba buscando? -le preguntó Kurtz al comandante cuando le oyó decir eso. Pero el comandante, un hombre prosaico al que la necesidad de mantener el secreto convertía en un tipo insípido, no pudo añadir ninguna especulación adicional. Preocupado, repitió. Con el mismo aspecto que tienen a veces los agentes cuando regresan de una larga misión.

Y Becker siguió conduciendo hasta que llegó a una serpenteante carretera de montaña destripada por los tanques y que el mismo paso de aquellos vehículos prolongaba hasta el kibbutz donde, suponiendo que lo tuviese en algún lugar, guardaba su corazón: un nido de águila colgado en un alto que miraba al Líbano por tres de sus lados. La zona se convirtió en territorio judío el 48, cuando se estableció allí una fortaleza militar que controlaba la única carretera este-oeste al sur del Litani. El padre de Becker había combatido allí, y también el hermano de Becker. El año 52 llegaron los primeros colonos judíos de origen israelí para vivir allí la dura vida secular que en tiempos había sido el ideal sionista. Desde entonces, el kibbutz había soportado algún que otro ataque de granadas, gozado en apariencia de prosperidad, y sufrido una preocupante reducción de habitantes. Cuando llegó Becker, los aspersores jugueteaban sobre el césped; el aire estaba saturado de la dulce fragancia de unas rosas de color rojo y rosado. Sus anfitriones le recibieron tímidamente, y muy excitados.

- ¿Has venido por fin a unirte a nosotros, Gadi? ¿Han terminado tus días de lucha? Escucha: tienes aquí una casa que te espera. ¡Puedes instalarte esta misma noche!

El rió, pero no dijo ni sí ni no. Pidió que le dieran trabajo para un par de días, pero apenas podían ofrecerle nada; le explicaron que era la estación más inactiva. Ya habían recogido toda la fruta y el algodón, los campos habían sido arados en espera de la primavera. Pero luego, ante su insistencia, le prometieron que podía dedicarse a repartir la comida en el comedor comunitario. Pero lo que en realidad querían de él era su opinión sobre la marcha del país, la opinión de Gadi, que era el único que podía decirles qué pasaba en realidad. Lo cual significaba, naturalmente, que lo que querían sobre todo oírle decir eran las mismas opiniones que ellos tenían de aquel gobierno trapacero, de la decadencia de la política de Tel Aviv.

- ¡Vinimos aquí para trabajar, para luchar por nuestra identidad, para convertir a los judíos en israelíes, Gadi! ¿Vamos por fin a ser un país, o tendremos que conformarnos con ser la vitrina de la judería internacional? ¿Cuál es nuestro futuro, Gadi? ¡Dínoslo!

Le formularon estas preguntas animada y confiadamente, como si él fuese algún tipo de profeta que hubiese aparecido en medio de ellos, que hubiese acudido para dar una nueva interioridad a sus vidas a la intemperie; lo que no podían saber -al menos al principio- era que le estaban hablando al vacío del alma de Becker. «¿Y qué ha quedado de todas esas bonitas declaraciones, cuando decíamos que había que llegar a un entendimiento con los palestinos, Gadi? Nuestro gran error fue el que cometimos el año 67 -decidieron aquellos hombres, contestando como siempre las preguntas que ellos mismos formulaban-. En 1967 hubiésemos tenido que ser generosos; hubiéramos debido ofrecerles un buen trato. Solamente los vencedores pueden ser generosos.»

- ¡Nosotros somos muy poderosos, Gadi, y ellos son muy débiles!

Pero al cabo de un tiempo estas cuestiones insolubles acabaron resultándole demasiado familiares a Becker, que se acostumbró, de acuerdo con su carácter introvertido, a pasear lentamente y en solitario por los campos. Su lugar favorito era una derruida torre de vigilancia que miraba directamente a una aldea chiita, y que por el nordeste permitía contemplar el bastión cruzado de Beaufort, que en aquella época estaba todavía en manos palestinas. Allí le vieron la última noche que estuvo con ellos, al descubierto y lejos de todo refugio, y tan cerca de la valla electrónica de la frontera que hubiese bastado un leve movimiento suyo para poner en marcha la alarma. Como el sol estaba poniéndose, tenía una mitad clara y otra mitad oscura, y, con su posición erecta, parecía estar invitando a toda la cuenca del Litani a enterarse de su presencia.

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