Vivían en tres alargados barracones; uno, con cubículos, para mujeres; otro, sin cubículos, para hombres; y un tercero, que contenía la llamada biblioteca, para los instructores. «Y si te invitan a ir a la biblioteca -le dijo una chica sueca que se llamaba Fátima-, no esperes gran cosa por lo que a lecturas se refiere.» Para despertarlos, unos altavoces que ellos no podían cerrar vomitaban música marcial. Luego hacían ejercicios físicos en un llano arenoso manchado de tiras de pegajoso rocío que parecían la pista dejada por gigantescos caracoles. Pero Fátima le dijo que los otros campamentos eran peores incluso. Fátima, si se daba crédito a la versión que de sí misma daba, era una fanática de los campos de adiestramiento. Había sido adiestrada en Yemen, y en Libia, y en Kiev. Estaba recorriendo todos los campos, como un tenista profesional, en espera de que alguien decidiera qué hacer con ella. Tenía un hijo de tres años que se llamaba Knut y que andaba por allí desnudo y con aspecto de sentirse solo, pero que se puso a llorar cuando Charlie le habló.
Los guardianes eran un tipo nuevo de árabe que hasta entonces Charlie no había conocido y que no tenía ningún deseo de volver a encontrar jamás: unos contoneantes vaqueros casi silenciosos que jugaban a humillar a los occidentales. Adoptaban afectadas actitudes en el perímetro del campamento y montaban de seis en seis en jeeps que conducían a velocidades de vértigo. Fátima le dijo que eran una milicia especial de muchachos que habían crecido en la frontera siria. Algunos eran tan jóvenes que Charlie se preguntaba si llegaban con los pies a los pedales. Por la noche, hasta el día que Charlie y una chica japonesa armaron un escándalo, estos mismos chiquillos llegaban en patrullas de dos o tres y trataban de convencer a las chicas para que fueran con ellos a dar un paseo por el desierto. Fátima solía irse con ellos, y también acostumbraba hacerlo una joven alemana oriental, y a su regreso parecían francamente impresionadas. Pero el resto de las chicas, si se interesaban por esas cosas, preferían jugar una baza más segura con los instructores occidentales, lo cual hacía que los chicos árabes se enfurecieran todavía más.
Todos los instructores eran hombres, y a modo de oración de la mañana se ponían en fila ante sus camaradas-alumnos como un ejército integrado por la peor chusma, y uno de ellos les leía una agresiva condena del archienemigo del momento: el sionismo, la traición egipcia, la explotación capitalista europea, otra vez el sionismo, y un enemigo nuevo para Charlie, que se llamaba expansionismo cristiano, pero esto fue porque aquel día era Navidad, fiesta cuya celebración consistió en que fue oficialmente ignorada. Los alemanes orientales iban muy rapados, eran taciturnos y fingían que las mujeres les aburrían; los cubanos eran unas veces llamativos, otras nostálgicos y otras arrogantes, y casi todos apestaban y tenían los dientes podridos, menos el amable Fidel, que era el favorito de todo el mundo. Los árabes eran los más volátiles y los que actuaban con mayor dureza, chillaban a los rezagados y en más de una ocasión habían rociado de balas los pies de aquellos que ellos creían que no estaban lo bastante atentos, de modo que uno de los irlandeses, presa de pánico, casi se arrancó un dedo de un mordisco, para gran regocijo de Abdul el norteamericano, que contemplaba la escena, como solía hacer, desde cierta distancia, sonriendo afectadamente y haciéndoles reverencias como el fotofija de un rodaje de cine, mientras iba tomando notas en un bloc para su gran novela revolucionaria.
Pero la estrella del campamento durante aquellos primeros días de Locura fue un fanático de las bombas, un checo llamado Bubi, que la primera mañana acribilló su propio casco de combate sobre la arena, primero con un Kalashnikov, luego con una enorme pistola de prácticas calibre 45, y por fin, para rematarlo, con una granada rusa que lo hizo volar por los aires hasta una altura de quince metros.
La lengua franca utilizada en las discusiones políticas era un inglés de grado elemental con el que de vez en cuando entremezclaban algunas palabras francesas, y Charlie juró en el más profundo secreto de su corazón que si llegaba a regresar viva a su casa, saldría todas las noches a cenar en restaurantes para compensar aquellas cretinas conversaciones nocturnas sobre el «amanecer de la revolución» durante el resto de su antinatural vida. Entretanto, no se reía de nada. No había vuelto a reír desde que los bastardos habían hecho volar en pedazos a su amante en la carretera de Munich; y su reciente visión de la agonía del pueblo de él no había hecho sino intensificar la rencorosa necesidad que sentía de conseguir un justo desquite.