«Deberás hacerlo todo con la mayor y más solitaria seriedad -le había dicho Joseph, que era un hombre absolutamente solitario y serio-. Puedes distanciarte, hasta parecer un poco chalada, están acostumbrados a estas cosas. No debes hacer preguntas, y tendrás que permanecer sola siempre, día y noche.»
La cifra de alumnos variaba todos los días. Cuando el camión salió de Tiro, el grupo de Charlie estaba formado por cinco chicos y cuatro chicas, y los dos guardias con la cara llena de manchas de pólvora, que estuvieron con ellos en la trasera del camión durante todo el recorrido que el vehículo hizo dando saltos y tumbos por la pedregosa pista de montaña les prohibieron decir una sola palabra. Una chica que resultó ser vasca consiguió comentarle en susurros que estaban en Adén; dos chicos turcos dijeron que estaban en Chipre. Cuando llegaron había otros diez alumnos esperando, pero el segundo día los dos turcos y la chica vasca habían desaparecido, seguramente por la noche, cuando pudieron oír camiones que llegaban y se iban con los faros apagados.
Como ceremonia de ingreso los obligaron a hacer un juramento de fidelidad a la Revolución Antiimperialista y a estudiar el «reglamento» del campamento, que estaba escrito como si fueran los Diez Mandamientos en una pared encalada del Centro de Recepción de Camaradas. Todos los camaradas debían utilizar en todo momento su nombre árabe; estaban prohibidas las drogas, la desnudez, los juramentos en nombre de Dios, las conversaciones privadas, las bebidas alcohólicas, la cohabitación y la masturbación. Mientras Charlie estaba todavía preguntándose cuál de estas normas violaría en primer lugar, sonó a través de los altavoces un discurso pregrabado y sin firma de bienvenida.
- Camaradas, ¿quiénes somos? Somas los que no tienen nombre, los que no tienen uniforme. Somos las ratas que han huido de la ocupación capitalista. ¡Venimos de los campos libaneses, asolados por el dolor! ¡Y combatiremos contra el genocidio! ¡Venimos de las sepulturas de cemento de las ciudades de Occidente! ¡Y nos encontraremos los unos a los otros! ¡Y todos juntos encenderemos la antorcha en nombre de los ochocientos millones de bocas hambrientas que hay por todo el mundo!
Cuando terminó la arenga, Charlie sintió un sudor frío que le recorría la espalda, y una ira latente en su pecho. «Encenderemos la antorcha -pensó-. Si, la encenderemos.» Mirando de reojo a una chica árabe que estaba a su lado, vio en sus ojos el mismo fervor.
«Día y noche», había dicho Joseph.
Día y noche, por lo tanto, hizo los mayores esfuerzos: por Michel, por su propia loca cordura, por Palestina, por Fatmeh y por Salma y por los niños víctimas de las bombas en la cárcel de Sidón; obligándose a salir de sí misma para huir del caos interior; concentrándose en las características del personaje que interpretaba con mayor intensidad que en toda su vida, fundiéndolas en una única identidad combativa.
«Soy una triste y enfurecida viuda y he venido aquí para tomar el relevo de mi amante muerto y continuar su lucha.
»Soy la militante que acaba de despertar y que ha perdido demasiado tiempo haciendo las cosas a medias y que ahora está aquí, firme y con la espada en la mano.
»He tocado con mi mano el corazón palestino; me he comprometido a tirar de las orejas al mundo, para obligarle a que escuche.
»Ardo en llamas, pero soy astuta y tengo muchos recursos. Soy la avispa dormida que puede esperar a que pase el largo invierno antes de clavar su aguijón.
»Soy la camarada Leila, ciudadana de la revolución mundial.» Día y noche.