- Era al atardecer. Un convoy de jeeps jordanos entraron en el campo. Eran seis. Cogieron a El Jalil y a Michel, Salim, y le ordenaron que cortara unas ramas de un granado. - Extendió las manos de la manera en que lo había hecho Michel esa noche en Delfos-. Seis ramas jóvenes, de un metro cada una. Hicieron que El Jalil se quitara los zapatos y obligaron a Salim a arrodillarse y sujetar los pies de El Jalil, mientras ellos los golpeaban con las ramas de granado. Después tuvieron que cambiar. El Jalil sujeta a Salim. Sus pies ya no son pies. Son irreconocibles. Pero los jordanos los hacen correr de todos modos, disparando al suelo detrás de ellos.
- ¿Y entonces? -dijo Fatmeh, impaciente.
- Entonces, ¿qué?
- ¿Por qué es tan importante Fatmeh en este asunto?
- Ella los cuidó. Día y noche, lavándoles los pies. Les dio valor. Les leyó los grandes escritores árabes. Les hizo planear nuevos ataques. «Fatmeh es nuestro corazón», dijo él. «Es nuestra Palestina. Debo aprender de su coraje y de su fuerza.» Dijo eso.
- Hasta lo escribió, el idiota -dijo Tayeh, colgando el bastón del respaldo de una silla con un golpe enojado. Encendió otro cigarrillo.
Mirando rígidamente la pared blanca como si hubiera en ella un espejo, echado hacia atrás sobre su bastón de fresno, Tayeh se secaba la cara con un pañuelo. Fatmeh se puso en pie, fue silenciosamente hacia el fregadero y cogió un vaso de agua para él. Tayeh sacó de su bolsillo media botella de whisky; se sirvió un poco con el agua. A Charlie se le ocurrió, no por primera vez, que se conocían muy bien a la manera de colegas íntimos, incluso de amantes. Hablaron un momento. Después Fatmeh se dio vuelta y volvió a hacerle frente, mientras Tayeh hacía la última pregunta.
- ¿Qué significa esto en su carta: «El plan en el que acordamos sobre la tumba de mi padre»? Explique esto también. ¿Qué plan?
Empezó a describir cómo había muerto, pero Tayeh la interrumpió.
- Sabemos cómo murió. Murió de desesperación. Háblenos del funeral.
- Pidió ser enterrado en Hebrón, en El Jalil, de modo que le llevaron al puente Allenby. Los sionistas no los dejaron cruzar, así que Michel, Fatmeh y dos amigos llevaron el ataúd a una colina alta, y cuando cayó la noche cavaron una tumba en un lugar desde el cual pudiera ver, del otro lado de la frontera, la tierra que los sionistas le habían robado.
- ¿Dónde está El Jalil, mientras tanto?
- Ausente. Ha estado ausente durante años. Fuera de contacto. Luchando. Pero esa noche, mientras están tapando la tumba, apareció de pronto.
- ¿Y?
- Ayudó a cerrar la tumba. Después le dijo a Michel que fuera a luchar.
- ¿Ir a luchar? -repitió Tayeh.
- Dijo que había llegado el momento de atacar a los judíos. En todas partes. Ya no debía hacerse distinción entre judío e israelí. Dijo que toda la raza judía era una base del poderío sionista y que los sionistas no descansarían hasta haber destruido a nuestro pueblo. Nuestra única posibilidad era obligar al mundo a escuchar. Una y otra vez. Si iban a destruirse vidas inocentes, ¿por qué siempre tenían que ser palestinas? Los palestinos no iban a imitar a los judíos y a esperar dos mil años para volver al hogar.
- ¿Y entonces? -preguntó Tayeh, inconmovible.
- Entonces Michel tenía que ir a Europa. El Jalil lo arreglaría. A transformarse en un estudiante, pero también en un combatiente.
Fatmeh habló, no por mucho tiempo.
- Dice que su hermano pequeño tenía una gran boca y que Dios fue sabio al cerrarla cuando lo hizo -dijo Tayeh y, llamando a los chicos, cojeó rápidamente hacia adelante, escaleras abajo. Pero Fatmeh puso una mano en el brazo de Charlie y la retuvo y la miró una vez más con curiosidad franca, pero amistosa. Una junto a otra, las dos mujeres regresaron por el corredor. A la puerta de la clínica, Fatmeh volvió a mirarla, esta vez con indisimulado desconcierto. Después besó a Charlie en la mejilla. Lo último que Charlie vio fue que recuperaba el bebé y se ponía en seguida a limpiarle los ojos, y, si Tayeh no hubiera estado instándola a que se diese prisa, se hubiera quedado a ayudar a Fatmeh para siempre.
- Debe esperar -le dijo Tayeh mientras la llevaba al campo-. Después de todo, no la esperábamos. No la invitamos.
A primera vista le pareció que la había llevado a una aldea, porque a la luz de los faros las terrazas de casuchas blancas que poblaban la falda de la colina parecían bastante atractivas. Pero a medida que continuaban, el lugar comenzó a verse, y cuando alcanzaron la cumbre de la colina estaba en una ciudad improvisada, construida para miles de personas. Un hombre grisáceo, digno, los recibió, pero fue en Tayeh en quien derramaba su simpatía. Llevaba zapatos negros lustrados y un uniforme color caqui rígidamente planchado, y ella supuso que se había puesto sus mejores ropas para recibir a Tayeh.
- Es el jefe aquí -dijo simplemente Tayeh, presentándole-. Sabe que es usted inglesa, pero nada más. No preguntará.